El Señor del Invierno se remueve inquieto en el imponente trono de hielo. Ya hace dos días que debía haber cedido el cetro a Primavera pero está triste, triste porque no ha podido realizar su labor concienzudamente, como a él le gusta. Y es que van ya unas cuantas temporadas en que Otoño no quiere irse, o se va a días alternando con Primavera, e Invierno debe estar muy atento, al quite, para recuperar su trono cuando ellos se despistan. Sólo puede haber frío cuando Invierno ocupa su sillón. El cetro por sí solo no funciona. Cetro y trono deben combinarse.
Esta mañana Primavera dormita tranquila -sabe que está en su turno estacional- arropada por el aroma y el murmullo suave de las flores del almendro. Acurrucada en una oquedad del tronco, al abrigo del día, no se percata de que todo a su alrededor es blanco, blanco radiante... siiiii... como un vestido de novia.
Y es que al fin Invierno, exultante de felicidad y bien sentado en su sillón, hace trabajar a su cetro. Le ordena ¡Ventisca!, que azota los árboles y las plantas, que arrastra las nubes velozmente por el cielo, que ruge con fiereza. Ordena ¡Granizo! que golpea los peñascos y las casas -¡Cuidado! Una oveja está fuera del redil pero ya el pastor la recoge a toda prisa- y las calles y la gente... Piedras de granizo por doquier. Las ciudades quedan desiertas. Invierno disfruta satisfecho. Temía haber olvidado el manejo de su cetro. Lo va desentumeciendo con órdenes que prueba con brevedad.
Tiene grandes deseos de hacer nevar, nevar suavemente, cubrir de nieve el paisaje hasta donde alcance la vista y más... Se pregunta si será capaz de realizar un trabajo tan delicado. Ha pasado mucho tiempo... Un hormigueo de temor le invade y tiembla ligeramente la mano helada con la que sujeta el cetro. La nieve significa algo más, mucho más para él que el resto de sus habilidades. La nieve es una obra de arte. Los aguaceros, los hielos, los granizos, las ventiscas... sólo los ama él. Pero la nieve, tan blanca, tan suave, tan hermosa... es amada por todos.
Los niños la esperan para jugar sus batallas de bolas redondas, para hacer muñecos -más grandes cuanta más nieve- y colocarles su gorrito, su escoba, su zanahoria... y realizar iglús en los que sentirse esquimales. Para deslizarse en trineo por las cuestas nevadas y escalarlas de nuevo tirando de él con una cuerda, después lanzarse abajo otra vez. Para hacer travesías por el bosque y tomar fotografías de cualquier rincón. Todo se vuelve infinitamente más hermoso con ella, el bosque y la ciudad. Cuando nieva la gente sale de sus casas -pequeños y mayores- y es una fiesta imprimir nuestras huellas sobre ella. Y es también una fiesta en la naturaleza, en los campos, en los que va destilando despacio el agua asegurándoles buena humedad en primavera. Hasta los animales se maravillan de ver esos algodones caer y brincan y caracolean intentando atraparlos.
Alza su cetro Invierno, en la mente una idea: NIEVE... Y en un gesto delicado, que creía no poder recordar, ordena que se produzca la maravilla... Aguanta la respiración. No está seguro de si habrá sido demasiado leve el gesto. Quizás no es suficiente. Las nubes de plomo cubren el cielo. Algunas gotas caen con parsimonia. Duda.
Eleva el cetro de nuevo y repite, casi imperceptible, la misma acción. El cetro es prolongación de su mente fuertemente concentrada. Mantiene el esfuerzo... Y ya la lluvia se va tornando algo más pesada y blanca. Son copos, grandes copos, planos, que caen verticales, sin agobios hacia el suelo. Va volviéndose más densa y espesándose la nevada pero siempre tranquila, despaciosa... Así la quiere su Señor. El paisaje se cubre de un blanco luminoso y hasta el sol se cuela entre las nubes un momento para hacerlo brillar aún más. Un manto sedoso, su regalo de despedida pues debe ceder ya el Trono a Primavera.
Cansado, su tierno corazón helado se despide satisfecho al fin. Sacude el anciano su larga melena y la interminable barba nívea que le nace del rostro. Vestido con túnica gélida, adornada de carámbanos, y capa de escarcha con abotonadura de granizo, se incorpora lentamente posando el cetro con suavidad en el Trono de las Estaciones. Ese asiento que ocupará otra vez sólo cuando, a su tiempo, vuelva de nuevo a nacer. Se va.
Desde mi ventana, al calor de la lumbre, veo cómo sube en un trineo primoroso, tirado por rayos, iluminado de innumerables centellas, acompañado por la nieve que cae cual manto fundiéndose con el suyo propio. Mira en derrededor, deteniéndose, despidiéndose, queriendo atrapar en esa mirada la maravilla que ha conseguido realizar, y repara en mí, en la mía que le observa a través del cristal de la ventana. Eleva una mano en señal de despedida. Sus ojos en los míos por un momento eterno y fugaz, gastados y sonrientes, me dicen adiós.
Adiós, Señor del Invierno... Se interna en la nieve. Se pierde en la bruma. Ya el día huele a Primavera, más largo. El campo reverdece. Nacen nuevos brotes en las ramas de los árboles. Los pájaros trinan alborozados mientras construyen sus nidos. Las plantas se visten galas de color y de flores. Los aromas invaden poco a poco el ambiente. Y la grulla... sí, aún se quedará hasta que el calor aumente tanto que desée retornar al Norte del que vino un día. ¡Hasta el año que viene!
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