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domingo, 16 de noviembre de 2008

Me iré a la cama temprano


Me iré a la cama temprano.

Atraparé pa' mi sueño
un lucero enamorado
un cantor de estrellas niñas
un cuenterillo abnegado

Atraparé soles, lunas
enanas rojas y duendes
increíbles nebulosas
y mil cien amaneceres

Atraparé todo un canto
de alegrías inusuales
de risas de mil matices
de paseos otoñales

Atraparé de las crines
a mi unicornio dorado
que me lleve suave, al trote
por parajes no narrados

Atraparé, y va en serio,
y pondré a buen recaudo
las sonrisas luminosas
de muñecotes de barro

que me miren y se rían
y lo hagan sin empacho
hasta lograr contagiarme
en los ojillos su rastro

Atraparé, ¿ya lo he dicho?
tu mirada y nuestro abrazo
las hojas que caen silentes
el agua que va despacio

la tarde que se desliza
el sol que vuelve cansado
la luna menuda y quieta
plata y oro en su halo

Atraparé tanto y tanto
tanta magia y cuentos blancos
que mi noche estará plena
Me iré a la cama temprano

©Paloma

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martes, 4 de noviembre de 2008

El cuaderno de hojas secas (y IV)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...


Para Finwë Anárion


Sus ojos eran una súplica y una orden al tiempo. Yo sentí que no era él quien me lo pedía sino el Mundo mismo y hasta me pareció que éste paraba para escuchar mi respuesta.

-Sí, sí, le dije sin abandonar su mirada a la cual me mantenía sujeta, hipnotizada. ¿Qué he de hacer?

El hombrecillo verde me cogió de nuevo en volandas, arrastrándome a lo alto del cerro. Y sin soltarme la mano, levantándola en alto, habló en un lenguaje que yo no comprendía. Un lenguaje sin sonido pero vibrante. Y la vibración de su voz, inaudible para mí pero que conmovía profundamente, fue extendiéndose en ondas, inundando el paisaje, atravesando montañas, árboles, casas.... cabalgando en el aire y llegando al corazón de todas las criaturas y seres que habitaban la región y que fueron respondiendo del mismo modo mientras se acercaban hasta donde nos encontrábamos.

Tenía la sensación de que todo giraba, incluso yo. Me sentí elevada del suelo, siempre agarrada de su mano, y, aún con los ojos cerrados, percibía que el día brillaba más que nunca y que lucía con un esplendor sin igual, que traspasaba de luz toda materia, volviéndola etérea.

Cuando las oleadas fueron perdiendo intensidad abrí los ojos y me vi rodeada de una miríada de criaturas de todos los Reinos de la Creación, representantes de todos y cada uno de los seres vivos (los del Aire y los de la Tierra, los del Agua y los del Fuego; de los más grandes a los más pequeños), que habían respondido a la llamada de Fastolph Overhill, el enano, y que esperaban respetuosos sus indicaciones.

Habló de nuevo su mágico lenguaje y todos a una entonaron un cántico nuevo que manaba transformado en luz y que comenzó a descender ladera abajo desde lo alto del cerro hasta encontrarse con todo aquello que, en la explanada, no cumplía con el equilibrio natural. Las notas de la antigua lengua, pronunciada por tan distintas gargantas, fueron rodeando aquellos vestigios olvidados por el ser humano inconsciente, penetrando y deshaciendo su sustancia, desintegrándola, permitiendo nacer de ellos la Vida.

Cantaban aquellas voces mirando hacia adentro, manteniendo el ritmo y la intensidad constantes hasta que, en un momento dado, Fastolph, con un gesto de su mano, dio la orden de terminar. Poco a poco fuimos saliendo del encantamiento en que participamos, incluída yo sin conocer aquel lenguaje. Volvieron nuestros sentidos a percibir, siendo conscientes de nuevo del lugar en que nos encontrábamos. Y, al abrir los ojos, un esplendoroso paisaje se nos ofreció a la vista. La Vida, con nuestra ayuda, había logrado restaurar el orden perdido.

Las criaturas se mostraron alborozadas y mucho más mi querido enano al cual ya no tenía miedo porque comprendía la labor que realizaba. Cantaron, bailaron y poco a poco fueron retornando transportados en el aire a los lugares de que provenían, todos en orden según el Reino al que pertenecieran.

-Ven, niña. Me habló Fastolph. Y tomándome nuevamente de la mano tiró de mí y me acercó a su altura. Me miró agradecido y cariñoso. Después sacó de su bolsillo aquel cuaderno de hojas secas donde escribía el día que lo conocí y me lo entregó, indicándome que lo abriera. En las hojas había unas palabras escritas con tinta mágica de hadas. Nindë Númenessë. Le miré sin comprender.

-Aquel día que me encontraste, sentado bajo la higuera escribiendo en este cuaderno, creyendo que no te veía, yo te esperaba. Y claro que vi la cestita de higos a mi lado, me guiña un ojo. Llevaba tiempo llamándote en el lenguaje mágico. Yo te atraje hasta aquí. Y en prueba de ello anoté tu nombre élfico, Nindë, porque sólo tu corazón limpio me faltaba para lograr recomponer el equilibrio de este lugar.

Sus ojos me miraban dulces. Me pareció conocerle de siempre y su imagen comenzó a tomar forma en mis recuerdos más antiguos. El siempre había estado conmigo. Fui yo la que por un tiempo le olvidó y, cuando regresé, no lo recordaba como era. Mi enano, que creí de piedra, Fastolph Overhill of Rushy, era mi protector y el que salvaguardaba el Antiguo Conocimiento en mí.

-Hoy es el día en que que las Hadas de las Estaciones, Amarië Ancalímon, se darán por satisfechas de mi labor. El Hada Otoño, Aredhel Fëfalas, que te conoce, llegará pronto. Mira, aquí viene.

Se acerca volando un ave de gran envergadura, batiendo las alas con amplitud. Su color gris plata. Negras las plumas remeras y el copete de la cabeza. Largas patas de zancuda y un cuello esbelto e interminable. Se posa a nuestro lado moviendo el aire y nuestros vestidos. Redondos sus ojos y el pico largo y amarillo. Habla con una voz delicada que no se sabe muy bien de dónde proviene:

-Fastolph Overhill, amigo mío, trajiste a Nindë, en una exclamación mezcla de satisfacción y alivio.

Yo, con los ojos bajos, no me atrevo a mirar, me impresiona ver tan de cerca a la garza que busco encontrar cada día y descubrir que no me teme y que habla de nuevo con voz cristalina:

-Soy yo, Nindë, dice en respuesta a mi temor. Soy yo quien te hace buscarme para que la magia viva en ti, para que no pierdas el verdadero conocimiento de lo que somos y a dónde pertenecemos.

Las voces se van haciendo más y más lejanas, se van perdiendo en el subconsciente y yo despierto bajo el sol, tumbada sobre un mullido colchón de hojas secas. Rememoro lo que acabo de vivir sin acabar de comprender. Un poco desilusionada, pienso:

¿Entonces sólo era un sueño?

No, no, no... No puede ser.

Y me levanto en busca de mi querido Fastolph, que seguro está como siempre a la entrada de casa. Él me cuida.



-FIN-

©Paloma

N. de la A. Esta historia nació a raiz de haber desaparecido un enanito de piedra que guardaba el camino de la casa en El Turrutal, un terreno en el monte. Por eso espero sepáis disculpar que finalmente uno de los personajes del mismo sea yo.

Me hubiera gustado que alguien me contara un cuento así sobre mí.

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domingo, 2 de noviembre de 2008

El cuaderno de hojas secas (III)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...
Para Finwë Anárion



-Ven, me dice.

Me coge de la mano y me lleva pensativo hasta la parte alta de la casa, donde la vista abarca un enorme espacio. Me hace sentar allí, al borde, mis piernas cuelgan en el aire.

-Mira, niña. ¿Ves? Todo lo que tu vista abarca y más, a un lado y a otro, delante, detrás... es la tierra que ha de supervisar el Hada Otoño. Cada año, al cambio de estación, el Hada del Verano, Aredhel Culnámo, una vez rendidas cuentas de su ciclo, le pasa el testigo y ella va recorriendo los territorios, vigilando que todo esté en orden...

Sigue hablando y hablando. Me cuenta sobre todas y cada una de las leyes que rigen la naturaleza. Me observa a menudo, explorando mi reacción a sus palabras, y, satisfecho, continúa sus explicaciones sobre el equilibrio necesario entre los seres vivos, que todos estamos relacionados, que si tomamos más de lo que necesitamos, a alguien le faltará. Sobre los cuidados que proporcionar a todo lo que nos rodea, sobre la importancia de respetar la vida que late en todo, hasta en lo que nos parece inanimado.

Me va trasportando con sus palabras a través del alma de cada ser vivo. Me hace comprender sus lenguajes. Y ser tierra y ser planta. Ser árbol, hoja, tronco y savia. Ardilla, liebre, topo, águila. Perro, araña, gato, luciérnaga. Nube, viento, montaña, agua... Ser luna y ser sol. La luz se va extendiendo dentro de mí.

Me dice que es ayudante de las hadas, que está al cuidado de ese paraje, que ha protegido todo lo que en él existe pero que, estación tras estación, desde hace algunos años hay algo que él no puede solucionar y que no quiere enfrentarse más a la mirada triste de las hadas cuando comprueban que aún permanece.

-¿Qué es? Pregunto intrigada.

Se ensimisma y enmudece. Su cara triste.

-Ven conmigo, dice después.

Se alza de un brinco. Me agarra fuertemente la mano y me arrastra casi en volandas, con lo pequeño que es. Bajamos del tejado y me hace subir la cuesta de tierra bordeada de cipreses. El a largas zancadas de sus botas mágicas de andar montañas en un solo paso, yo corriendo tras él a tirones de su mano. Retumba el suelo y suena mi respiración agitada por la carrera.

-Ahora lo verás, niña. Y verás por qué hay que cuidar lo que nos rodea.

A trompicones me llevó hasta allí. Es una zona llana en un lugar un poco más elevado del que se encuentran la casita y la higuera. Un lugar que fue hermoso un día, en el que la naturaleza y los seres vivos cohabitaban en paz pero que ahora se encontraba lleno de deshechos, de restos de todo tipo, que se habían ido almacenando al paso del tiempo.

-¿Lo ves? Esto es lo que hacéis los humanos. Esto es lo que haces tú.

Me miraba con esa cara tan seria y con tanta tristeza que me hizo saltar las lágrimas. Me permitió ver la verdad, quién soy y lo que significa vivir.

-¿Y qué puedo hacer? , le dije compungida.

-Necesito un humano, me dijo, esperanzado y mirándome al fondo de los ojos, con una voz baja y vibrante. Sólo un humano que mantenga puro el deseo de servir a la Vida y que esté dispuesto a cuidar lo que ella le ha proporcionado para su uso y disfrute y para que lo guarde y lo cuide y lo haga fructificar. Te necesito, niña...
... Continuará...

©Paloma

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El cuaderno de hojas secas (II)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...

Para Finwë Anárion



Han pasado mucho días desde que tuve mi primer encuentro con el enanito, con mi enanito de piedra perdido. El otoño avanza y el frío del Polo se empeña en llegar aún antes de que lo haga el Señor del Invierno. Los caminos de la montaña se vuelven difíciles de transitar, la tierra es resbaladiza y apetece más quedarse en casa. Pero en mi cabeza cada día está el recuerdo de aquel enanito al que no le salían las cuentas y cuyo misterio me queda por descubrir.



Hoy las nubes dan una tregüa y el sol sale pronto por la mañana. Me voy para allá. Abro las cancelas mirando a todos lados, aguzando el oído, escudriñando en la distancia. Con la lluvia ha subido el nivel de la alberca y todo está mucho más verde. Me acerco a la casa, a la higuera, aún conserva parte de sus frutos pero la mayoría están diseminados por el suelo, mezclados con las hojas caídas, negruzcos, pasados.

Me pongo los pantalones de campo, me calzo las botas y, con el anorak y los guantes de lana, voy a por la escoba para comenzar a barrer las hojas diseminadas, que se amontan hasta buena altura en los rincones. Las quemaré.

Absorta en esta faena, luchando con el aire que sopla, frío y juguetón, robándome las hojas, arrastrándolas de un lado a otro, me sorprende de pronto una voz pequeña y ruda, muy enfadada:

-¡Eh, niña! ¿Qué haces? No, no, no... No toques nada. ¡No toques nada!

¡Qué susto, dios mío!
Acostumbrada a la soledad del lugar, a las voces del silencio de aquellas alturas, al frufrú de las ramas de los árboles, al chillido de las águilas y al eco de respuesta que devuelve la montaña, al trino de los pájaros, el zumbido de las avispas, algún ladrido de los perros de las fincas vecinas... pero no a una voz tan cercana que no he sentido llegar.

He dado un brinco y el corazón me late a trompicones. Me agarro con fuerza a la escoba, no para defenderme sino más bien como si ella me pudiera proteger... Me giro para ver a mi interlocutor. Tengo el convencimiento de que es aquel a quien tenía deseos de ver. Dominando el susto del principio me doy la vuelta justo en el momento en que la voz llega hasta donde me encuentro. Sí, está enfadado, muy enfadado.
¿Pero qué he hecho?

-¡Niña, niña! ¿No sabes que el Hada Otoño está por llegar?

-¿El Hada Otoño? ...¿? ... ¿Quién?


Lo tengo delante. Me llega a la cintura. Va vestido de verde como en la anterior ocasión. Lleva guantes, como yo, y el gorro bien calado sólo deja ver las puntas de un cabello largo y blanco, tan blanco como la barba tupida que luce en la cara.

Su expresión es seria, muy seria. Parece que he cometido una falta grave. Y sus ojos son más serios aún. Me mira desde abajo a través de unas lentes de aumento redondas, colocadas ante sus también redondos ojos, los brazos en jarras, las manos enganchadas en su ancho cinturón. Habla de nuevo, haciéndome un gesto con la mano.

-Acércate, niña.

Me agacho hasta que mis ojos asustados quedan a la altura de los suyos, grises, que me miran con severidad.

-Hoy es el día en que llega Aredhel Fëfalas, el Hada Otoño, a revisar estos parajes. Para conocer cómo han madurado los frutos, cómo las hojas han cambiado de color, cómo ha crecido la población de conejos, si los topillos han construído sus toperas a tiempo. Si los árboles de las laderas, si los zumaques, si el tomillo, si las piedras del camino, están todos preparados en el cambio de estación. Si ha llegado el hombre y ha originado desperfectos... Tú, niña... Me mira despacio. Si se han elimado los que antes realizó...

Ahí le cambió el rostro. De malhumorado pasó a preocupado, un estremecimiento lo volvió casi frágil. Me mira de nuevo. El sabe que no todos los humanos son dañinos y menos aún lo son los niños. Es importante que los humanos pequeños conozcan la verdadera realidad, la que olvidan muchos cuando llegan a adultos.

...Continuará...


©Paloma

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martes, 21 de octubre de 2008

El cuaderno de hojas secas (I)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...
Para Finwë Anárion

Ayer me acerqué a la higuera a buscar los últimos higos que van quedando, oscuros, abiertos, rezumando miel. Y rodeada por sus ramas, estirándome a un lado y a otro para alcanzarlos, de pronto oí una voz, apenas un murmullo entre el frotar de las duras y rasposas hojas del árbol.

No se entendían las palabras. Me quedé quieta y escuché... No, no, no... -decía la voz. Me acerqué un poquito más, casi sin respirar para no ser descubierta, y con gran sorpresa descubrí al enanito de piedra que me falta a la puerta de la casa, muy atareado anotando en un cuaderno de hojas silvestres secas. Canturreaba por lo bajo y negaba de nuevo. Estaba vestido de verde, pantalón y casaca, un gorro también verde adornado con un pompón en la cabeza y unas botas altas negras, botas mágicas de andar montañas en un sólo paso....

Concentrado en sus asuntos no se percataba de mi presencia que ya se me iba haciendo de lo más incómoda, aguantando a pulso en una posición un poco inverosímil por no hacer ruido. El cuerpo contra el árbol, el pie derecho en el aire sin acabar de pisar, y la mano del mismo lado agarrando una rama que me hubiera impedido ver al enano si no la hubiera retirado.

Cruzaban por mi mente mil ideas peregrinas que poner en práctica para escapar de la situación porque, a nada que me moviera, si el personaje era un cascarrabias (dicen que lo son y, además, traviesos) seguro que me hacía un encantamiento.

Continuaban sus canturreos y sus negativas. Parecía echar cuentas. Por fin, cierra su cuaderno y se alza en pie. Apenas medio metro, un orondo medio metro. Podría tratarse de un baloncillo con cara de enano... jou jou jou

A pequeños pasos se dirige a la escalera que salva el terraplén desde la higuera hasta la casita, la rodea, parándose a observar minuciosamente cada pocos pasos. Le da una nueva vuelta y con cara de resignación se va alejando por el camino hacia arriba.


Llueve. El día gris no acaba de levantar y el hombrecillo de verde desaparece de mi vista poco a poco. ¿Lo volveré a ver? Voy deshaciendo mi escorzo detectivesco y escapando del abrazo recio de la higuera. Recojo la cestita de higos dulces como la miel. ¡Qué raro que no la ha visto en el suelo junto a él! Y desciendo con cuidado por la misma escalera, de ligeros peldaños, por la que ya lo ha hecho el hombrecillo.

Miro a un lado y a otro. No, no está. Me marcho pero yo he de conocer el secreto de ese cuaderno. Volveré.
... Continuará...

©Paloma

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lunes, 6 de octubre de 2008

Anuska y los duendes


Había una vez una niña pequeñita que vivía en un bosque, con su papá que era leñador y su mamá que tenía una tahona en la que hacía ricos panes, bollos, pastelillos y tartas. También mallorquines (risas del público y el narrador). La niña solía salir a jugar por el bosque y su mamá le ponía algún panecillo como merienda.

Como todos los días salió, internándose entre los árboles. Se fijó en uno, grande y con un gran hueco por el que metió la cabeza y saludó.

-Holaaaaaaaaaa

-Holaaaaaaaaaa, le respondió una voz desde abajo.

La niña se sorprendió. ¿Será el eco? Y repitió: -Holaaaaaaaaaaaaaaaaaa

Y esta vez la voz tardó un poco más pero saludó del mismo modo y con fuerza: -Holaaaaaaaaaaaaaaaaaa

Un poco asustada, sacó la niña la cabeza del interior del árbol y continuó caminando hasta descubrir un agujero entre la maleza. Se asomó y comprobó que se trataba de la boca de una cueva y por ella fue entrando poco a poco al interior. Olía muy rico pues en el centro de la misma una gran olla cocía exquisita sopa. Tenía hambre y la sopa olía tan bien que cogió un plato hondo y una cuchara y se sirvió una buena cantidad. Sacó el panecillo de la bolsa y se puso a comer.

Comenzó a sentir voces, pasos, ruidos... y fueron llegando seres de muy diversos tipos. Unos tenían alas, otros antenas, los había pequeños y más grandes. Se colocaron alrededor de la mesa porque querían comer. La niña los miraba un poco encogida esperando ver cuál era su reacción al encontrarla allí y comiendo de su comida. Sin embargo parecían no verla.

De pronto se percataron de que había un plato con sopa en la mesa.

-Alguien ha comido antes que nosotros, comentó el de las antenitas.

-Y también hay un panecillo mordisqueado, ¿quién habrá sido?, dijo a su vez el que tenía alitas.

-Soy yo, ¿no me veis?, dijo la niña. Soy yoooooooooooo...

Pero no la veían. Uno, más gordito (risas del público), fue a sentarse en la silla en la que se encontraba la niña y notó algo extraño. Dijo al duende más viejo: -Creo que aquí hay algo aunque no veo nada.

-Ahhh, respondió éste, será un humano, los seres mágicos no los podemos ver. Para conseguirlo hemos de tomar un filtro. Lo bebieron y la niña se hizo visible a sus ojos.

-Holaaaaaaaaa, ¿cómo te llamas? Exclamaron a coro.

-Soyyyy... (bautizó rápidamente el narrador) Anuska .

Y se enfrascaron en animada charla. La niña dijo que su papá era leñador y su mamá (tahonera, dijo una voz desde el público) (risas)... tahonera. Hablaron de los humanos, de las hadas, de que no podían verse unos a otros porque sus mundos eran ocultos para los demás pero hubo una ocasión en que un hada, llamada (rebusca el cuentacuentos en su mente)... mmm... Gildaberta (-Gilda-, dijo una niña) ( risas), se enamoró de un humano y se casó con él y por eso Anuska podía verles ya que era descendiente de ese hada.

Estaban muy a gusto en tan animada conversación pero la niñita recordaba cada vez más a sus papás y quiso marchar ya de vuelta a su casa. Salió por la boca de la cueva escondida entre la maleza, atravesó el bosque en sentido inverso pasando delante del árbol con el tronco hueco y cuya voz respondía desde lo profundo a los saludos y, poco a poco, fue llegando a su cabaña donde esperaban los papás, que estaban muyyyyyyy preocupadossssssssss.

-Mamá, papá, soy Anuska, ¡¡estoy aquí!!

-Hija mía, qué preocupados nos has tenido! Pero ¿dónde has estado metida?

Ella se dio cuenta de que grandes arrugas de preocupación surcaban el rostro de sus padres.

-Pero ¡si sólo he faltado una tarde! Me encontré con un árbol que hablaba y una cueva donde viven los seres mágicos de donde salió mi tía Gilda-berta... y así fue narrando a sus papás lo que había visto y le habían contado.

-Hija mía, no has faltado una tarde sino una semana. Y la abrazaba fuerte con mucho cariño pero con seriedad para que no lo volviera a hacer nunca más.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

©Finwë Anárion

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jueves, 25 de septiembre de 2008

Grulla, mi garza real


©Paloma

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domingo, 18 de mayo de 2008

La niña nube

Había una vez una niña que paseaba entre las nubes, saltaba sobre los azules blanqueados y de vez en cuando jugaba al escondite con la tormenta. El rayo amenazador apenas la asustaba porque de tanto frecuentarse se habían hecho amigos.

Los parajes que veía desde las alturas eran ensombrecedores, tan magníficos como vertiginosos. Desde allí podía ver cómo los otros niños la envidiaban. Sentados en sus sillitas de enea, miraban las acrobacias de la niña nube. Y ella sonreía.

Cuando bajaba al parque todos los niños querían jugar con ella. Su risa, su dinamismo, su gracia los enamoraba. Sobre todo a los que eran inquietos y despiertos, inconformistas y curiosos. En especial uno de ojos picarones a quien ella le pintaba de colores los pantalones.

Se quedaban ensimismados escuchando sus historias. Casi todas eran mentira. O quizás demasiado verdaderas para ser creidas. A fin de cuentas, qué más daba, seguía sonriendo ella. Encontraba satisfacción entre los ojos admirados de aquellos niños, pero era un sentimiento tan liviano como el soplo del viento en su orejita. Y sentía frío.

En esos días buscaba el silencio como arropo y el soleado rayo como compañero. Si alguien despistado osaba acercarse sin obedecer al cartel de "cerrado por reforma", se enfurruñaba como una vieja cierva herida y su sonrisa se tornaba grito, su mirada acogedora fuego y su mano templada hacha asesina. Algunos, que ya la conocían, se marchaban sin siquiera molestar. Esos eran los agradecidos, a los que ella protegía.

Con su tesón y laboriosidad recomponía su interior. Donde antes hubiera sombras pintaba flores, donde quedaban guijarros colocaba almohadones y donde encontraba espigas las mezclaba con el grano espeso de la última cosecha. Después continuaba paseando por las calles de una ciudad que tan pronto era más suya que las nubes como le resultaba extraña sin el azul algodonoso de su cielo.

Como niña delicada que era, buscaba siempre una bella flor con que adornarse el pelo. No quería presumir de poseerla, sólo quería enredar sus deditos entre los pétalos olorosos del ejemplar. Y podía llegar a confundirse tanto con su hermosura, podía inhalar tan profundo su perfume que sentía después cómo el polen de la planta brotaba por sus pupilas hasta esparcirse en el ambiente.

Luego todo volvía a su lugar. La flor a su tierra, los niños al parque, las nubes al cielo y ella siempre a medio camino entre la nada y el todo.

Había consultado a los más eminentes magos, rebuscado entre los ejemplares más nobles de las letras, incluso viajado hasta un lugar muy, muy lejano, donde un extraño monje le dio un brebaje antiguo y mohoso con brotes nuevos de soja, pelos blancos de camello y tierras de antiguas culturas. Como no podía tragarlo, le permitió beber las milagrosas aguas del rio Jordán. Y le dijo:
-Entre los pliegues del perdón está tu solución.

Una mañana la nube traviesa, las más picarona y alegre, tiró de sus enaguas hasta dejarla suspendida del firmamento. Cuando despertó intento bracear para ganar altura de nuevo pero sus bracitos estaban pegados con miel de chocolate. Entonces buscó al sol por las esquinas pero en vez de sus rayos se encontró con la burlona luna menguante que le dijo:

-Espera, espera, que anda desperezándose para venir a ayudarte.

Y la niña quedó columpiándose en la acogedora luna mientras creía esperar al sol, sin darse cuenta de que, mientras la luna se quedase con ella, no llegaría el mañana.

©Finwë Anárion

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Gracias y un beso.

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viernes, 16 de mayo de 2008

Las tres toronjas


Érase una vez un viejo rey que, como estaba preocupado por su sucesión, decidió hablar con su hijo:
-Hijo mío, tienes que casarte. No moriré tranquilo si no me das un nieto y un futuro heredero de mi trono.
El hijo le contestó:
-Pero, padre, es que no me gusta ninguna de las princesas ni hay doncella que enamore mi corazón.
-No te preocupes –le dijo el padre-, tengo una idea. Repartiré aceite a todas las mujeres del reino para que vengan hasta aquí.

De este modo, el rey consiguió que una buena cantidad de mujeres llegaran al castillo a recoger el presente y, mientras, el príncipe, desde un balcón, pudo ver si encontraba alguna de su gusto. Ninguna pareció convencerle, pero de pronto vio a una graciosa gitana que caminaba salerosa abrazada a una tinaja de aceite. La gitana, por aprovechar la ocasión, también llenó de aceite un cascarón de huevo y lo llevaba sobre la cabeza.

El príncipe, divertido, le tiró una piedrecita al cascarón y el aceite se derramó sobre la cara de la gitanilla, que masculló entre dientes:

-¡Maldigo al árbol de las tres toronjas!

El príncipe, que la escuchó, le preguntó qué quería decir con aquello y ella le explicó que cerca de allí había tres princesas encantadas en un árbol; el árbol tenía tres frutos y dentro de cada uno estaba encerrada una princesa. Por si fuera poco, un terrible león custodiaba el lugar y, para engañar a todo el que se acercara, dormía con los ojos abiertos y vigilaba con los ojos cerrados.

El príncipe no se lo pensó dos veces. Montó en un caballo y partió en busca del árbol de las tres toronjas. Cuando llegó, esperó a que el león abriera los ojos, se acercó al árbol y cogió las tres toronjas.

Una vez a salvo las partió una a una y esto fue lo que le salió: en la primera apareció una princesa bellísima con un largo traje azul que con voz suave le decía:

-Dame pan y agua, que si no me muero.

Pero el príncipe le contestó:

-Pan puedo darte, pero agua no tengo.

Y la princesa se murió.

El príncipe emprendió el camino y al rato se paró. Al abrir la segunda toronja apareció otra princesa con un largo vestido rosa que le dijo:

-Dame pan y agua, que si no me muero.

Y el príncipe contestó otra vez:

-Pan puedo darte, pero agua no tengo.

Y la segunda princesa murió.

Montó el príncipe en su caballo y buscó una fuente antes de abrir la tercera toronja. Cuando la abrió salió otra preciosa princesa con un vestido blanco que le dijo:

-Dame pan y agua, que si no me muero.

El príncipe fue a la fuente y le dio agua y sacó su pan y también se lo dio. La princesa se repuso y él le contó cómo había llegado hasta allí para salvarla. Los dos se enamoraron y decidieron casarse. Pero el príncipe decidió dejarla en la fuente mientras iba a recoger una carroza para llevarla a palacio. Ella se subió a un árbol para estar a salvo de las fieras mientras esperaba.

Poco después, una sirvienta negra se acercó a la fuente a recoger agua y, al ver el bello rostro de la princesa reflejado en el agua, dijo:

-Yo tan negra y tú tan blanca. Rompo el cántaro y me voy a mi casa.

Al rato la mandaron otra vez a por agua y le volvió a pasar lo mismo. La princesa no puedo contener la risa y la criada la descubrió subida en el árbol.

-Baja y te peinaré esos cabellos tan bonitos.

La princesa bajó y, mientras la peinaba, le fue contando que estaba esperando al príncipe que tenía que venir con una carroza. La criada, celosa de su suerte, le clavó un alfiler en la cabeza y la convirtió en paloma.


Cuando llegó el príncipe, era la sirvienta negra la que estaba en el árbol. Él no supo cómo reaccionar, pero le había dado su palabra de casarse con ella y no tuvo más remedio que cumplirla.

Cuando unos meses más tarde el rey murió, el príncipe ocupó el trono. Desde ese día, una paloma lo visitaba y se posaba en su ventana cantándole:

-¿Qué hará el rey con la reina mora? Y yo, triste de mí, por el campo sola.

El rey empezó a acariciar a la paloma hasta que dio con el alfiler que tenía clavado entre las plumas. Se lo quitó y la paloma se transformó en su querida princesa. Ella le explicó lo que le había sucedido con aquella sirvienta, que fue encerrada en las frías mazmorras del castillo. El príncipe y la princesa, ya reyes, vivieron felices y comieron perdices, a mí me dieron las patas y yo no las quise.

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sábado, 26 de abril de 2008

De grullas II

miércoles, 27 febrero 2008 a las 15:31


Hacía mucho que no la veía, casi dos meses. Llovía ahora, al salir de trabajar, y el aire frío cortaba la piel. Mientras atravesaba el puente me he quedado de piedra. Allí estaba ella, quieta en el centro del río. Las luces de las farolas jugueteando con la corriente saltarina, salpicada por la lluvia, así como mi paragüas en el que sonaba seca... tap... tap... y los patos durmiendo en la orilla.

Ya son varias las veces que la he encontrado en ese mismo lugar en día de lluvia. La noche la hace más hermosa. Sus colores refulgen y se aprecian con nitidez el gris y el negro de su plumaje. Sus largas patas se hundían en el agua hasta la mitad. Parecía crecer por momentos al estirar su cuello y extremidades para caminar parsimoniosa.

He intentado hacerle fotos con el móvil pero ¡imposible! No se veía nada. ¡La tenía delante y no podía hacerle una foto! Lo he intentado varias veces pero no había manera. Se apreciaban los reflejos de las farolas pero de la grulla ni rastro... Caxisssss... Se ha quedado quieta un ratito más, parecía saber que la observaba apoyada en la baranda, y, de pronto, ha pasado del estatismo al movimiento total, ha echado a volar, desplegando toda su envergadura, remontando el río corriente arriba. ¡Me he quedado maravillada de su vuelo rasante sobre el agua! ¡Qué espléndido animal! Y sigo maravillada. Quisiera saber dónde tiene su nido.


Lunes, 18 de Febrero de 2008
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La he visto de nuevo. Mediodía. Sol espléndido. Temperatura primaveral. Parecía esperarme para alzarse en vuelo en cuanto me he asomado a la baranda. Despaciosa, casi a ras del agua, ha pasado bajo los ojos del puente hacia el otro lado y ha emprendido el ascenso, arriba y más y más, dibujando un gran círculo entre las iglesias de San Miguel y San Pedro y volviendo de nuevo sobre la vertical del puente, a escasos metros de mí.

Yo, como siempre, con el móvil en la mano y ¡sin poder fotografiarla! Móvil que, por otro lado, terminará sumergido en el río alguna de las innumerables veces en que estiro el brazo todo lo que puedo por encima de la barandilla para acercarlo a la grulla y es que el zoom de que dispone, pobrecico, deja mucho que desear. Tendré que comprar una cámara por fin, Mirendu, y llevarla siempre encima para no desperdiciar las ocasiones... Y es que...

No es habitual una grulla solitaria, en esta época del año y en esta zona. Algún día tendrá que contarme por qué se quedó aquí...

Viernes, 29 de Febrero de 2008


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Esta grulla me toma el pelo. Sí. Como cada día, al salir del trabajo, paso sobre el puente y miro hacia la derecha. Es donde suele encontrarse ella, ahí, en el centro mismo de la corriente. He mirado y no estaba, ni en el agua ni volando por allí. Hoy el cielo sólo se deja ver en algunos puntos, el resto son nubes, el día está cálido. Los patos, como siempre, con su escandalera y, entre ellos, una parejita que hace días veo jugar junta, pescar junta, un poco separados del resto. Un patito blanco y otro oscurito.

Llego a mi coche y, necesariamente debo pasar de nuevo sobre el río para coger la dirección a mi casa, así que salgo del aparcamiento y me encamino al puente. Según paso sobre él, la veo... Caxisss, justo al otro lado, el que no es habitual. Pienso: ¿vuelvo o no vuelvo?. Tengo que dar la vuelta a la manzana. No me pierdo una posible foto de mi grulla en la que se la distinga. En el Ayuntamiento me detengo y la miro desde la distancia. Seguía allí. Decidido, vuelvo.

La grulla en el centro de la foto, aunque no se la distinga.Aparco en el mismo sitio. Ahí seguía el hueco. Y me bajo sólo con el móvil y la llave del coche en la mano. Me acerco temerosa de que ya no esté, al tiempo que voy preparando la opción "cámara". Está. Se va alejando, pausada, en dirección contraria a la mía. Bajo por una cuesta con escalerillas muy separadas y cómodas hasta la orilla. La grulla sigue caminando despacio, con ese movimiento rítmico, alejándose poco a poco. Se ha terminado la escalerilla y ahora el suelo es tierra y hierba, pero más lo primero y encharcada. Me miro los pies. Bueno, con las camperas no será tan dificil.

Vamos acercándonos las dos, ella por el agua hacia un grupo de patos que charlotean cerca de la orilla y yo por fuera, con cuidado de no dar un traspiés. Parece que se va a mantener un poco en esa situación. Un árbol, desnudo aún, me puede servir de parapeto para acercarme sin asustarla y conseguir una bonita foto o, al menos, una en la que se la reconozca.

Dicho y hecho, me voy aproximando, paso sobre otro árbol, caído, buscando dónde pisar porque está muy resbaladizo y me veo en el agua. Tanto cuidado llevo que no me doy cuenta de que, durante mi aproximación, ¡ella se ha echado a volar y ha desaparecido! Ni rastro de la grulla. Ni en las orillas, ni en los tejados, ni en el otro lado del puente... Me toma el pelo... sí.

Lunes, 3 de Marzo de 2008

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En estos días de atrás ha nevado y llovido bastante. El caudal del río ha crecido. Me preocupa no volver a ver a mi grulla en una temporada, hasta que descienda la corriente a su nivel de siempre. Y también me preocupa, no sé por qué, encontrarla muerta en el agua, por eso me acerco a mirar con un poco de incertidumbre y temor.


Hoy el sol alumbra cálido desde lo alto y el cielo brilla con un azul intenso. La temperatura es primaveral. Y mis ojos recorren despacio cada tejado, los de las casas, los de las iglesias de San Miguel y San Pedro y la Peña de los Castillos... escudriñando cada uno de ellos por si estuviera allí.


Quizás haga demasiado calor y haya decidido marcharse. ¿Dónde podría ir una grulla solitaria como la mía? No, permanecerá aquí, no migrará. Estoy segura.

Martes, 11 de Marzo de 2008

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El caudal del río ha crecido desde ayer. Y aumentará aún mañana si el tiempo sigue como ahora, sin llover ni nevar. La corriente es fuerte y ya ni los patos nadan en ella, sólo en algunos remansos entre la vegetación. Sin embargo, se les ve sobrevolando el río de una ribera a la otra acuatizando ruidosos. Es un gusto verlos.

De la grulla, ni rastro...

Miércoles, 12 de Marzo de 2008


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El río sigue llevando mucho caudal de agua, sin embargo en los pilares del puente ya se aprecia la marca de la altura que alcanzaba ayer, a unos veinte centímetros de la de hoy... Desciende. Aún va muy crecido para que se acerque la grulla. ¡Qué pena! El día es excepcionalmente cálido y soleado, más se diría de primavera que de invierno, y ella seguro que disfrutaría con sus largas patas en el agua y la brisa fresca despeinándole las plumas si el nivel fuera más bajo y la corriente más calma.

Jueves, 13 de Marzo de 2008

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Este río me enamora. El mismo y cambiante cada día. Conserva en gran medida el caudal que el deshielo precipitado y las lluvias de hace un mes consiguieron. Ahora, un poco más bajo solamente, permite adivinar el fondo de piedras que hasta hace unos días, con las aguas revueltas, no era posible ver. La corriente se desliza rauda y calma. Imparable. Imponente. Hablando en murmullos a cada golpe, a cada obstáculo. Subyuga el alma contemplarla. Te arrastra consigo, secuestrando el pensamiento hasta el lejano mar.

He observado a dos patos macho pelear por una hembra. Me ha sorprendido que el más fuerte sujetaba con el pico en el cuello al otro obligándole a bajar la cabeza. No recuerdo haber visto ese comportamiento en las aves. Quizá me perdí ese documental...

De la grulla ni rastro.

Miércoles, 23 de Abril de 2008

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Hoy la he visto de nuevo. Hacía meses que no se acercaba al claro del río, cerquita del puente. No hace mucho compré una cámara para poder fotografiarla y, casualmente hoy la había tenido que prestar e iba sin ella. Ya me había cruzado por la mente el pensamiento de que quizás apareciera hoy.
Después de aparcar iba entrando en el puente distraída hablando por el teléfono móvil y de pronto la veo. ¡Caxis, y yo sin la cámara! ¡Qué mala suerte!

Martes, 19 de Agosto de 2008

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©Paloma

http://elnidodepaloma.blogspot.com/2008/09/disculpen-las-molestias.html

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miércoles, 23 de abril de 2008

La niña y el mago -II-

El mago, que no era mago por casualidad sino por su elevada sabiduría, hacía días que percibía el halo protector de la niña. Sabía que Casilda, la vieja bruja, andaba cerca. Ella era la artificiera de tanto brillo. No se sentía inquieto, la conocía muy bien y sabía que no haría nada que pudiera herir a la niña.


La vida del bosque, a veces, es monótona, lenta, sin más colorido que el que brota de los calderos que bullen en las oscuras estancias de la cueva. Cuando la monotonía se instala mata con su tibieza los dulces trinos de los pájaros, la frescura del rocío y hasta los dedos de las manos quedan entumecidos, insensibles para acariciar la aspereza de las virutas del roble, la suavidad del musgo acuoso que crece a la sombra del espino albar, la esponjosidad de las entrañas cálidas del lagarto verde. Porque, cuando el corazón no consigue expresar, se enfurruña y encoge adormeciéndose hasta quedarse tan, tan quieto, que hasta la más sencilla pócima se convierte en una lata de fustración.


Casilda y él se habían conocido hacía ya muchas décadas, él apenas era un pupilo a medio despertar. Ella supo enseñarle las mágicas artes del conocimiento. Le regaló un libro durante su primer encuentro, que encerraba toda la sabiduría. Pero era un libro muy emblemático, un libro muy, muy viejo, lleno de costrones y manchas, arrugado y amarillento, algo deshojado y hasta maloliente. No le prestó mucha atención, su ignorancia le hizo atrevido en el juicio que estableció cuando lo recibió. Menos mal que no pronunció palabra, porque tiempo despues comprendió su valía.



Ella frecuentó su vida durante el tiempo necesario como para enseñarle los primeros capítulos, luego conservó con él una amistad distante que ambos apreciaban. Entre las letras del libro, que contaba una historia distinta en cada capítulo, se encontraban los misterios más profundos de la vida.



El primero, "encuentros entre las rocas", hacía referencia al primer precepto: la humildad. Decía, para quien supiera leer entre sus letras, la inmensa gracia de los hombres es aire si no va agarrada de la mano de la humildad, esa que nos hace comprender que entre los movimientos estelares caprichosos, lúdicos y siempre coherentes, unas veces nos coloca arriba al tiempo que nos deja abajo. Son estos movimientos en perfecta armonía los que nos hacen vibrar entre las cuerdas de la lucidez mientras las de la locura se estan tensando para nosotros, los mismos movimientos que nos bañan en la acidez para que después podamos saborear la dulzura, ofreciéndonos con este antagonismo el conocimiento. Él nos llevará de modo suave a comprender que la miseria del vecino será dentro de un rato miseria nuestra y que mientras no podamos amarla en ellos no podremos amarla en nosotros. Sólo alcanzaremos a amarla cuando comprendamos ese antagonismo que deja a la miseria y la riqueza en una misma coordenada. Siendo humildes, continúa diciendo el libro, podemos aceptarnos en nuestras debilidades comprendiendo así las de nuestros hermanos. Y la aceptación, que no era prima del enjuiciamiento ni tampoco de la soberbia, pasaba a ser el segundo capítulo. Así poco a poco se iban nombrando los distintos pilares del conocimiento.



El libro, aún siendo muy valioso en sí mismo, estaba muerto si ningún ser conseguía penetrar en su profundidad y mostrar al mundo, por medio de la acción, su riqueza. Porque lo que la bruja Casilda le regaló al mago no fue el libro sino el poder de convertirse en sabio, ganando en humildad, en aceptación. De modo que aprendió a ganar y perder a un tiempo, a subir y bajar a la vez, a brillar y oscurecer con la misma fluidez, a llorar y reir con la misma alegría. Ahora el mago llevaba mucho tiempo enseñando su magia a quien con el corazón limpio quería recibirla.



Hacía varios días que la niña no subía al monte, a veces la sentía merodear por los alrededores, tan ensimismada y ciega que prefería permanecer oculto para no asustarla. Pero él sabía que pronto volvería, después de sus escapadas siempre retornaba, más serena, calmada e incluso brillante que antes de su huida. Ella era así de extraña, tan extraña como él mismo. Tenía ciertas dotes que la hacían merecedora de ser la portadora de la sabiduría, la dueña de la llave mágica. Él que no reconocía propiedades se la iba entregando poco a poco, aligerándola en peso para que su pequeño porte no se viera desequilibrado. Mientras, Casilda, algo celosa, vigilaba sus pasos.



Esta mañana el mago andaba algo despistado, echaba de menos a la niña y su pequeña inquietud le hacía equivocarse constantemente. Primero fue el toc-toc del pájaro carpintero quien le hizo creer que eran sus deditos que lo llamaban. Después el sonido del colibrí le recordó el silbido de ella y salió apresurado a la puerta. Cuando ya algo cansado se disponía a comer unas hierbas aderezadas muy preciadas, la presencia liviana de ella casi logra asustarle. La niña ríe y ríe con las palabras de él, se siente tan hermosa cuando se reconoce entre sus palabras, cuando descubre que la echa en falta, cuando sin decirlo ella comprende que la quiere. El mago con toda su grandeza conserva toda la sencillez y eso a la niña la enamora, la encadena a sus alrededores.



Ha subido para llevarle un presente muy sabroso. El pastel de manzana estaba muy dulce, jugoso y apetecible. Compartirlo con él, observando el brillo de sus ojos entre su glotonería, la divierte.



El mago aún no le ha nombrado el libro mágico, es un secreto, y ella tampoco le ha contado su encuentro con Casilda, también es un secreto. Pero en cada encuentro con parábolas y cuentos él le va contando sus conocimientos, mientras ella, amorosa, calla y comprende los misterios de la vida.






©Finwë Anárion


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Otro beso y mi ternura.

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miércoles, 16 de abril de 2008

La niña y el mago -I-


En la aldea desde muy antiguo se hablaba de modo recogido de las artes mágicas y embaucadoras de algunos seres. La niña que había crecido entre aquellas historias no reconocía como ciertos sus contenidos, la inocencia, siempre atrevida, cuando se arropa del valor produce estos efectos. Aún siendo una niña que levitaba a menudo sobre su cotidianidad seguía incrédula ante los conjuros. El mago del bosque había sabido leer en el fondo de su inocencia esta debilidad y con mucha delicadeza había desviado su fuerza creadora mediante un embrujo de extremada ternura.

Cuando esa mañana la niña se levantó a saludar al sol, su señor, no sabía que el perfume encerrado en aquella cajita de abedul se evaporaba para concentrarse a su alrededor e ir consumiendo su energía vital hasta apagar el brillo de sus mejillas y con su hechizo cautivar la voluntad y el cariño de la muchacha.

Ella procedió a realizar sus tareas como un día más. No se sentía mal, un poco aturdida, algo despistada y sobre todo huraña con las demás personas de la aldea. Sólo deseaba que no la perturbaran, quería permanecer en un mundo de vibraciones cortas y silencios. Allí encontraba una paz de casi somnolencia que no le impedía movilizar sus miembros. Alguien experto en esas artes hubiese comprendido presto los efectos de la pócima perfumada, pero nadie próximo a ella poseía esos dones.

Los días posteriores fueron dejando huellas muy visibles de sus errores, movimientos cada vez más lentos, tareas que en antaño estuvieron automatizadas hoy parecían nuevas. Huevos que se caen de sus manos al recogerlos en el gallinero; leños que no quieren prender aún con la insistencia de la repetición; gachas, que siempre fueron muy sabrosas, hoy estaban sosas; salsas que se cortaban por la falta de brío al batirlas... Noches pobladas de ensueños que daban paso a amaneceres cansinos en los que su señor se alertó al notar la ausencia del saludo alegre.


Un día en que la niña caminaba por el bosque absorta y meditabunda la bruja milenaria salió a su encuentro. Había sido avisada por los conejos saltarines.

-Abredemadre, niña encantada, cómo estas tan apagada. Abredemadre.

La niña pegó un respingo, sobresaltada fijó su vista en la barbilla de la bruja y casi sale corriendo.

-Schtts, espera, cómo es que tienes tanta prisa?

Parpadeó despacio y de nuevo posó su vista sobre la bruja, esta vez en su sonrisa. La reconoció al punto, ella era quien le había enseñado ciertos secretos del bosque. Nunca le prohibió nada sólo la enseñaba sus conocimientos para que supiera protegerse y vivir. Por eso la niña la apreciaba tanto.

-Buenos días, Casilda, respondió la niña, más tranquila. Voy en busca de cortezas de sauce para unos granos que les salieron a los muchachos en las manos.

Caminaron un largo trecho, siempre en silencio, hasta llegar a la laguna saupera donde recolectar los trozos caídos y secos de la corteza. Nunca se debían arrancar directamente le había enseñado un día. Y la bruja se alegró de que lo recordara porque eso demostraba que el hechizo que sufría no le haría demasiado daño. La bruja sonrió para sus adentros, mientras la niña lentamente iba recogiendo los trocitos y depositándolos con delicadeza en un saquito de cuero.

Seguro que había sido el mago del árbol mágico quien había estado haciendo de las suyas. Ella también cayó bajo sus encantos, hace muchos, muchos años, cuando los dos eran lozanos y bellos. Sonrió de nuevo, buscaría entre sus pergaminos un conjuro que si no liberaba a la niña al menos contrarrestara los efectos de aquel mago juguetón y travieso. Con sus años... Volvió a reir.

Pero era imprescindible para que surtiera efecto que la niña permaneciera alejada de él, y eso era muy, muy dificil, pues parte del encantamiento consistía en atraerla hasta su cobijo, donde cada vez renovaba el conjuro, haciéndolo más y más potente. Pensando sobre ello, la bruja Casilda desapareció sin despedirse.

Los días pasaban y la niña en vez de mejorar, empeoraba. Cada día abría su corazoncito, lo tocaba con sus dedos finos y untaba después el dulce aroma por su cuerpecito. Después de este ritual inexorablemente subía hasta el bosque, ya no atendía a nada, con paso rápido se adentraba en la espesura y sólo recuperaba la calma cuando sentía moverse a su alrededor el manto del mago. Entonces la picardía de él despertaba los encantos dormidos de ella y podía pasar un rato, compuesto de muchas horas, en perfecta armonía y vitalidad. Saltaban, reían, jugaban y se entregaban sus más valiosos presentes antes de despedirse.

La bruja los espiaba con su bola encantada y sonreía. Quería liberar a la niña, ya había encontrado la fórmula, pero cuando los contemplaba tan felices y compenetrados se decía. Esperaré a mañana, unas pocas sonrisas a su ,a veces, oscura vida no puede hacerle daño. Y se quedaba sonriente contemplando esos dos seres tan joviales que se cuidaban mutuamente...
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©Finwë Anárion

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Un beso de ternura para ti cada vez que lo leo.


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domingo, 23 de marzo de 2008

El Señor del Invierno

El Señor del Invierno se remueve inquieto en el imponente trono de hielo. Ya hace dos días que debía haber cedido el cetro a Primavera pero está triste, triste porque no ha podido realizar su labor concienzudamente, como a él le gusta. Y es que van ya unas cuantas temporadas en que Otoño no quiere irse, o se va a días alternando con Primavera, e Invierno debe estar muy atento, al quite, para recuperar su trono cuando ellos se despistan. Sólo puede haber frío cuando Invierno ocupa su sillón. El cetro por sí solo no funciona. Cetro y trono deben combinarse.



Esta mañana Primavera dormita tranquila -sabe que está en su turno estacional- arropada por el aroma y el murmullo suave de las flores del almendro. Acurrucada en una oquedad del tronco, al abrigo del día, no se percata de que todo a su alrededor es blanco, blanco radiante... siiiii... como un vestido de novia.


Y es que al fin Invierno, exultante de felicidad y bien sentado en su sillón, hace trabajar a su cetro. Le ordena ¡Ventisca!, que azota los árboles y las plantas, que arrastra las nubes velozmente por el cielo, que ruge con fiereza. Ordena ¡Granizo! que golpea los peñascos y las casas -¡Cuidado! Una oveja está fuera del redil pero ya el pastor la recoge a toda prisa- y las calles y la gente... Piedras de granizo por doquier. Las ciudades quedan desiertas. Invierno disfruta satisfecho. Temía haber olvidado el manejo de su cetro. Lo va desentumeciendo con órdenes que prueba con brevedad.

Tiene grandes deseos de hacer nevar, nevar suavemente, cubrir de nieve el paisaje hasta donde alcance la vista y más... Se pregunta si será capaz de realizar un trabajo tan delicado. Ha pasado mucho tiempo... Un hormigueo de temor le invade y tiembla ligeramente la mano helada con la que sujeta el cetro. La nieve significa algo más, mucho más para él que el resto de sus habilidades. La nieve es una obra de arte. Los aguaceros, los hielos, los granizos, las ventiscas... sólo los ama él. Pero la nieve, tan blanca, tan suave, tan hermosa... es amada por todos.

Los niños la esperan para jugar sus batallas de bolas redondas, para hacer muñecos -más grandes cuanta más nieve- y colocarles su gorrito, su escoba, su zanahoria... y realizar iglús en los que sentirse esquimales. Para deslizarse en trineo por las cuestas nevadas y escalarlas de nuevo tirando de él con una cuerda, después lanzarse abajo otra vez. Para hacer travesías por el bosque y tomar fotografías de cualquier rincón. Todo se vuelve infinitamente más hermoso con ella, el bosque y la ciudad. Cuando nieva la gente sale de sus casas -pequeños y mayores- y es una fiesta imprimir nuestras huellas sobre ella. Y es también una fiesta en la naturaleza, en los campos, en los que va destilando despacio el agua asegurándoles buena humedad en primavera. Hasta los animales se maravillan de ver esos algodones caer y brincan y caracolean intentando atraparlos.

Alza su cetro Invierno, en la mente una idea: NIEVE... Y en un gesto delicado, que creía no poder recordar, ordena que se produzca la maravilla... Aguanta la respiración. No está seguro de si habrá sido demasiado leve el gesto. Quizás no es suficiente. Las nubes de plomo cubren el cielo. Algunas gotas caen con parsimonia. Duda.

Eleva el cetro de nuevo y repite, casi imperceptible, la misma acción. El cetro es prolongación de su mente fuertemente concentrada. Mantiene el esfuerzo... Y ya la lluvia se va tornando algo más pesada y blanca. Son copos, grandes copos, planos, que caen verticales, sin agobios hacia el suelo. Va volviéndose más densa y espesándose la nevada pero siempre tranquila, despaciosa... Así la quiere su Señor. El paisaje se cubre de un blanco luminoso y hasta el sol se cuela entre las nubes un momento para hacerlo brillar aún más. Un manto sedoso, su regalo de despedida pues debe ceder ya el Trono a Primavera.

Cansado, su tierno corazón helado se despide satisfecho al fin. Sacude el anciano su larga melena y la interminable barba nívea que le nace del rostro. Vestido con túnica gélida, adornada de carámbanos, y capa de escarcha con abotonadura de granizo, se incorpora lentamente posando el cetro con suavidad en el Trono de las Estaciones. Ese asiento que ocupará otra vez sólo cuando, a su tiempo, vuelva de nuevo a nacer. Se va.

Desde mi ventana, al calor de la lumbre, veo cómo sube en un trineo primoroso, tirado por rayos, iluminado de innumerables centellas, acompañado por la nieve que cae cual manto fundiéndose con el suyo propio. Mira en derrededor, deteniéndose, despidiéndose, queriendo atrapar en esa mirada la maravilla que ha conseguido realizar, y repara en mí, en la mía que le observa a través del cristal de la ventana. Eleva una mano en señal de despedida. Sus ojos en los míos por un momento eterno y fugaz, gastados y sonrientes, me dicen adiós.




Adiós, Señor del Invierno... Se interna en la nieve. Se pierde en la bruma. Ya el día huele a Primavera, más largo. El campo reverdece. Nacen nuevos brotes en las ramas de los árboles. Los pájaros trinan alborozados mientras construyen sus nidos. Las plantas se visten galas de color y de flores. Los aromas invaden poco a poco el ambiente. Y la grulla... sí, aún se quedará hasta que el calor aumente tanto que desée retornar al Norte del que vino un día. ¡Hasta el año que viene!

©Paloma

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jueves, 20 de marzo de 2008

La aurora boreal y la puesta de sol

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A simple vista no parece distinguirse del resto pero sus ojos oscuros, vivarachos y llenos de picardía, ríen solos en cuanto los miras, transformándose en una pequeña rendija. No estoy segura de si logra ver bien a través de ella o si le basta con anclarse en la mirada que le responde

Tiende puentes de sonrisas y es cálido en las distancias cortas pero atesora las palabras, las retiene, las guarda, como el usurero acumula las monedas o los bienes que son preciados para otros. Eso son para él las palabras, su bien más preciado.

Ama aquellas que se elevan por encima de la realidad, que hacen soñar y sueñan, y vuelan trascendiendo lo prosaico. Desdeña las sencillas y cotidianas, ésas que cualquiera podemos utilizar. Y las atrapa y encierra sin comprender que son ellas y no las grandes las que vuelven la vida más fácil de vivir, las que acogen, consuelan, animan, abrazan, acarician, apoyan, sostienen, comparten... Desconoce que un "¡hola!" hace vibrar cálidamente el corazón y tiende una mano intangible pero efectiva. E ignora que un "¡ven!" se cuela en el alma como si de la más inmortal poesía se tratara.


La aurora boreal es mágica pero no siempre se produce ni está a nuestro alcance. Sin embargo, el atardecer de cada día nos invade con sus rojos y amarillos tiñendo de forma inigualable la atmósfera y volviéndonos luz.

El niño de ojos oscuros, vivarachos y llenos de picardía que ríen solos en cuanto los miras, apresa las palabras y, esperando la aurora boreal, retiene al sol dentro de sí...

©Paloma

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lunes, 7 de enero de 2008

De grullas I - Cuento a medias-

Llueve. Y la lluvia, con fuerza, va empapándolo todo. Es una densa cortina, apenas inclinada, que abro a mi paso. Siempre es un milagro ver el río por la mañana. No importa lo fría o cálida que ésta sea. Y, cuanto más gélida, más maravilla encontrarlo animado, siempre animado, con los juegos de los patos que se persiguen aprovechando la corriente, avalanzándose unos sobre otros, poblando el ambiente de un escandalera agradable de graznidos como la de la chiquillería en verano a la puerta de casa. Pero es invierno, el agua está helada. El río está desnudo. Cada comienzo del otoño lo limpian para que, con las crecidas del invierno, no queden taponados los ojos del puente.

Voy mirándome los pies al andar sobre el suelo mojado. Me gusta ir pisando el suelo que brilla y la sensación de aislamiento que produce el paragüas, un pequeño reducto, aún un pequeño mundo mío en el que seguir refugiándome por un poco de tiempo más antes de volver a la realidad.


Bajo esta lluvia miro por encima de la baranda, como cada mañana, sin esperar ver a los patos esta vez porque no se oyen. Y, de pronto, allí está, en el centro, mi grulla, la grulla solitaria que desde hace ya muchos meses se deja ver en el río, que no es profundo. Bajo la cortina de lluvia, majestuosa, apoyada sobre una de sus patas...

©Paloma

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La grulla




Había una niña que, después de Reyes y muy contenta, iba al colegio. Cada mañana cruzaba un puente, un puente viejo de piedras llenas de historia. En alguna se adivina un corazón con dos nombres borrados, los líquenes dibujan mapas en él.

Pero volvamos a nuestra historia, que el narrador se distrae. Nos encontramos en ese puente cuyas piedras hacen volar la imaginación.

Cada mañana la niña, con su mochila muy pesada, descansaba apoyada en la baranda. Un día un sonido distinto llamó su atención y fue, al mirar donde la corriente ríe, que vió una grulla majestuosa en mitad del cauce. Entre el hielo, la grulla juega con los pececillos que, ateridos de frío y en su lenguaje de pez, cuentan a la niña que se entristecen por la soledad del ave.

Y asi, día tras día, la curiosidad la acercaba allí donde la grulla descansaba.

Una mañana la niña paseaba con más tiempo y bajó al río. Desde la orilla se veían los carámbanos de hielo suspendidos del puente. Se acercó despacito a la grulla y ésta, sin asustarse, permitió que con su mano le acariciara las plumas.

Ella no entendía pero, como era pequeña, habló a la grulla preguntándole su nombre...

La grulla respondió: "Mi nombre es el tuyo. Yo soy quien no eres hoy. Recuerda que, cuando tomas una decisión, si cambias de dirección en una calle, yo continúo andando por donde tú ibas".


Ella extrañada exclamó: "¿Te llamas como yo?". Y, mirándose en el espejo que era su grulla, quiso saber por qué no tenía también su forma.

Riéndose bajito, la grulla respondió: "No represento tu cuerpo sino tu alma".

La carita de la niña se iluminó y muy feliz volvió a su vida, sabiendo que su grulla la miraba y cuidaría de ella cada día...

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Nota: Se trata de un regalo de Finwë Anárion... Aún inacabado.

©Paloma


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