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domingo, 16 de noviembre de 2008

Me iré a la cama temprano


Me iré a la cama temprano.

Atraparé pa' mi sueño
un lucero enamorado
un cantor de estrellas niñas
un cuenterillo abnegado

Atraparé soles, lunas
enanas rojas y duendes
increíbles nebulosas
y mil cien amaneceres

Atraparé todo un canto
de alegrías inusuales
de risas de mil matices
de paseos otoñales

Atraparé de las crines
a mi unicornio dorado
que me lleve suave, al trote
por parajes no narrados

Atraparé, y va en serio,
y pondré a buen recaudo
las sonrisas luminosas
de muñecotes de barro

que me miren y se rían
y lo hagan sin empacho
hasta lograr contagiarme
en los ojillos su rastro

Atraparé, ¿ya lo he dicho?
tu mirada y nuestro abrazo
las hojas que caen silentes
el agua que va despacio

la tarde que se desliza
el sol que vuelve cansado
la luna menuda y quieta
plata y oro en su halo

Atraparé tanto y tanto
tanta magia y cuentos blancos
que mi noche estará plena
Me iré a la cama temprano

©Paloma

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martes, 4 de noviembre de 2008

El cuaderno de hojas secas (y IV)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...


Para Finwë Anárion


Sus ojos eran una súplica y una orden al tiempo. Yo sentí que no era él quien me lo pedía sino el Mundo mismo y hasta me pareció que éste paraba para escuchar mi respuesta.

-Sí, sí, le dije sin abandonar su mirada a la cual me mantenía sujeta, hipnotizada. ¿Qué he de hacer?

El hombrecillo verde me cogió de nuevo en volandas, arrastrándome a lo alto del cerro. Y sin soltarme la mano, levantándola en alto, habló en un lenguaje que yo no comprendía. Un lenguaje sin sonido pero vibrante. Y la vibración de su voz, inaudible para mí pero que conmovía profundamente, fue extendiéndose en ondas, inundando el paisaje, atravesando montañas, árboles, casas.... cabalgando en el aire y llegando al corazón de todas las criaturas y seres que habitaban la región y que fueron respondiendo del mismo modo mientras se acercaban hasta donde nos encontrábamos.

Tenía la sensación de que todo giraba, incluso yo. Me sentí elevada del suelo, siempre agarrada de su mano, y, aún con los ojos cerrados, percibía que el día brillaba más que nunca y que lucía con un esplendor sin igual, que traspasaba de luz toda materia, volviéndola etérea.

Cuando las oleadas fueron perdiendo intensidad abrí los ojos y me vi rodeada de una miríada de criaturas de todos los Reinos de la Creación, representantes de todos y cada uno de los seres vivos (los del Aire y los de la Tierra, los del Agua y los del Fuego; de los más grandes a los más pequeños), que habían respondido a la llamada de Fastolph Overhill, el enano, y que esperaban respetuosos sus indicaciones.

Habló de nuevo su mágico lenguaje y todos a una entonaron un cántico nuevo que manaba transformado en luz y que comenzó a descender ladera abajo desde lo alto del cerro hasta encontrarse con todo aquello que, en la explanada, no cumplía con el equilibrio natural. Las notas de la antigua lengua, pronunciada por tan distintas gargantas, fueron rodeando aquellos vestigios olvidados por el ser humano inconsciente, penetrando y deshaciendo su sustancia, desintegrándola, permitiendo nacer de ellos la Vida.

Cantaban aquellas voces mirando hacia adentro, manteniendo el ritmo y la intensidad constantes hasta que, en un momento dado, Fastolph, con un gesto de su mano, dio la orden de terminar. Poco a poco fuimos saliendo del encantamiento en que participamos, incluída yo sin conocer aquel lenguaje. Volvieron nuestros sentidos a percibir, siendo conscientes de nuevo del lugar en que nos encontrábamos. Y, al abrir los ojos, un esplendoroso paisaje se nos ofreció a la vista. La Vida, con nuestra ayuda, había logrado restaurar el orden perdido.

Las criaturas se mostraron alborozadas y mucho más mi querido enano al cual ya no tenía miedo porque comprendía la labor que realizaba. Cantaron, bailaron y poco a poco fueron retornando transportados en el aire a los lugares de que provenían, todos en orden según el Reino al que pertenecieran.

-Ven, niña. Me habló Fastolph. Y tomándome nuevamente de la mano tiró de mí y me acercó a su altura. Me miró agradecido y cariñoso. Después sacó de su bolsillo aquel cuaderno de hojas secas donde escribía el día que lo conocí y me lo entregó, indicándome que lo abriera. En las hojas había unas palabras escritas con tinta mágica de hadas. Nindë Númenessë. Le miré sin comprender.

-Aquel día que me encontraste, sentado bajo la higuera escribiendo en este cuaderno, creyendo que no te veía, yo te esperaba. Y claro que vi la cestita de higos a mi lado, me guiña un ojo. Llevaba tiempo llamándote en el lenguaje mágico. Yo te atraje hasta aquí. Y en prueba de ello anoté tu nombre élfico, Nindë, porque sólo tu corazón limpio me faltaba para lograr recomponer el equilibrio de este lugar.

Sus ojos me miraban dulces. Me pareció conocerle de siempre y su imagen comenzó a tomar forma en mis recuerdos más antiguos. El siempre había estado conmigo. Fui yo la que por un tiempo le olvidó y, cuando regresé, no lo recordaba como era. Mi enano, que creí de piedra, Fastolph Overhill of Rushy, era mi protector y el que salvaguardaba el Antiguo Conocimiento en mí.

-Hoy es el día en que que las Hadas de las Estaciones, Amarië Ancalímon, se darán por satisfechas de mi labor. El Hada Otoño, Aredhel Fëfalas, que te conoce, llegará pronto. Mira, aquí viene.

Se acerca volando un ave de gran envergadura, batiendo las alas con amplitud. Su color gris plata. Negras las plumas remeras y el copete de la cabeza. Largas patas de zancuda y un cuello esbelto e interminable. Se posa a nuestro lado moviendo el aire y nuestros vestidos. Redondos sus ojos y el pico largo y amarillo. Habla con una voz delicada que no se sabe muy bien de dónde proviene:

-Fastolph Overhill, amigo mío, trajiste a Nindë, en una exclamación mezcla de satisfacción y alivio.

Yo, con los ojos bajos, no me atrevo a mirar, me impresiona ver tan de cerca a la garza que busco encontrar cada día y descubrir que no me teme y que habla de nuevo con voz cristalina:

-Soy yo, Nindë, dice en respuesta a mi temor. Soy yo quien te hace buscarme para que la magia viva en ti, para que no pierdas el verdadero conocimiento de lo que somos y a dónde pertenecemos.

Las voces se van haciendo más y más lejanas, se van perdiendo en el subconsciente y yo despierto bajo el sol, tumbada sobre un mullido colchón de hojas secas. Rememoro lo que acabo de vivir sin acabar de comprender. Un poco desilusionada, pienso:

¿Entonces sólo era un sueño?

No, no, no... No puede ser.

Y me levanto en busca de mi querido Fastolph, que seguro está como siempre a la entrada de casa. Él me cuida.



-FIN-

©Paloma

N. de la A. Esta historia nació a raiz de haber desaparecido un enanito de piedra que guardaba el camino de la casa en El Turrutal, un terreno en el monte. Por eso espero sepáis disculpar que finalmente uno de los personajes del mismo sea yo.

Me hubiera gustado que alguien me contara un cuento así sobre mí.

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domingo, 2 de noviembre de 2008

El cuaderno de hojas secas (III)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...
Para Finwë Anárion



-Ven, me dice.

Me coge de la mano y me lleva pensativo hasta la parte alta de la casa, donde la vista abarca un enorme espacio. Me hace sentar allí, al borde, mis piernas cuelgan en el aire.

-Mira, niña. ¿Ves? Todo lo que tu vista abarca y más, a un lado y a otro, delante, detrás... es la tierra que ha de supervisar el Hada Otoño. Cada año, al cambio de estación, el Hada del Verano, Aredhel Culnámo, una vez rendidas cuentas de su ciclo, le pasa el testigo y ella va recorriendo los territorios, vigilando que todo esté en orden...

Sigue hablando y hablando. Me cuenta sobre todas y cada una de las leyes que rigen la naturaleza. Me observa a menudo, explorando mi reacción a sus palabras, y, satisfecho, continúa sus explicaciones sobre el equilibrio necesario entre los seres vivos, que todos estamos relacionados, que si tomamos más de lo que necesitamos, a alguien le faltará. Sobre los cuidados que proporcionar a todo lo que nos rodea, sobre la importancia de respetar la vida que late en todo, hasta en lo que nos parece inanimado.

Me va trasportando con sus palabras a través del alma de cada ser vivo. Me hace comprender sus lenguajes. Y ser tierra y ser planta. Ser árbol, hoja, tronco y savia. Ardilla, liebre, topo, águila. Perro, araña, gato, luciérnaga. Nube, viento, montaña, agua... Ser luna y ser sol. La luz se va extendiendo dentro de mí.

Me dice que es ayudante de las hadas, que está al cuidado de ese paraje, que ha protegido todo lo que en él existe pero que, estación tras estación, desde hace algunos años hay algo que él no puede solucionar y que no quiere enfrentarse más a la mirada triste de las hadas cuando comprueban que aún permanece.

-¿Qué es? Pregunto intrigada.

Se ensimisma y enmudece. Su cara triste.

-Ven conmigo, dice después.

Se alza de un brinco. Me agarra fuertemente la mano y me arrastra casi en volandas, con lo pequeño que es. Bajamos del tejado y me hace subir la cuesta de tierra bordeada de cipreses. El a largas zancadas de sus botas mágicas de andar montañas en un solo paso, yo corriendo tras él a tirones de su mano. Retumba el suelo y suena mi respiración agitada por la carrera.

-Ahora lo verás, niña. Y verás por qué hay que cuidar lo que nos rodea.

A trompicones me llevó hasta allí. Es una zona llana en un lugar un poco más elevado del que se encuentran la casita y la higuera. Un lugar que fue hermoso un día, en el que la naturaleza y los seres vivos cohabitaban en paz pero que ahora se encontraba lleno de deshechos, de restos de todo tipo, que se habían ido almacenando al paso del tiempo.

-¿Lo ves? Esto es lo que hacéis los humanos. Esto es lo que haces tú.

Me miraba con esa cara tan seria y con tanta tristeza que me hizo saltar las lágrimas. Me permitió ver la verdad, quién soy y lo que significa vivir.

-¿Y qué puedo hacer? , le dije compungida.

-Necesito un humano, me dijo, esperanzado y mirándome al fondo de los ojos, con una voz baja y vibrante. Sólo un humano que mantenga puro el deseo de servir a la Vida y que esté dispuesto a cuidar lo que ella le ha proporcionado para su uso y disfrute y para que lo guarde y lo cuide y lo haga fructificar. Te necesito, niña...
... Continuará...

©Paloma

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El cuaderno de hojas secas (II)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...

Para Finwë Anárion



Han pasado mucho días desde que tuve mi primer encuentro con el enanito, con mi enanito de piedra perdido. El otoño avanza y el frío del Polo se empeña en llegar aún antes de que lo haga el Señor del Invierno. Los caminos de la montaña se vuelven difíciles de transitar, la tierra es resbaladiza y apetece más quedarse en casa. Pero en mi cabeza cada día está el recuerdo de aquel enanito al que no le salían las cuentas y cuyo misterio me queda por descubrir.



Hoy las nubes dan una tregüa y el sol sale pronto por la mañana. Me voy para allá. Abro las cancelas mirando a todos lados, aguzando el oído, escudriñando en la distancia. Con la lluvia ha subido el nivel de la alberca y todo está mucho más verde. Me acerco a la casa, a la higuera, aún conserva parte de sus frutos pero la mayoría están diseminados por el suelo, mezclados con las hojas caídas, negruzcos, pasados.

Me pongo los pantalones de campo, me calzo las botas y, con el anorak y los guantes de lana, voy a por la escoba para comenzar a barrer las hojas diseminadas, que se amontan hasta buena altura en los rincones. Las quemaré.

Absorta en esta faena, luchando con el aire que sopla, frío y juguetón, robándome las hojas, arrastrándolas de un lado a otro, me sorprende de pronto una voz pequeña y ruda, muy enfadada:

-¡Eh, niña! ¿Qué haces? No, no, no... No toques nada. ¡No toques nada!

¡Qué susto, dios mío!
Acostumbrada a la soledad del lugar, a las voces del silencio de aquellas alturas, al frufrú de las ramas de los árboles, al chillido de las águilas y al eco de respuesta que devuelve la montaña, al trino de los pájaros, el zumbido de las avispas, algún ladrido de los perros de las fincas vecinas... pero no a una voz tan cercana que no he sentido llegar.

He dado un brinco y el corazón me late a trompicones. Me agarro con fuerza a la escoba, no para defenderme sino más bien como si ella me pudiera proteger... Me giro para ver a mi interlocutor. Tengo el convencimiento de que es aquel a quien tenía deseos de ver. Dominando el susto del principio me doy la vuelta justo en el momento en que la voz llega hasta donde me encuentro. Sí, está enfadado, muy enfadado.
¿Pero qué he hecho?

-¡Niña, niña! ¿No sabes que el Hada Otoño está por llegar?

-¿El Hada Otoño? ...¿? ... ¿Quién?


Lo tengo delante. Me llega a la cintura. Va vestido de verde como en la anterior ocasión. Lleva guantes, como yo, y el gorro bien calado sólo deja ver las puntas de un cabello largo y blanco, tan blanco como la barba tupida que luce en la cara.

Su expresión es seria, muy seria. Parece que he cometido una falta grave. Y sus ojos son más serios aún. Me mira desde abajo a través de unas lentes de aumento redondas, colocadas ante sus también redondos ojos, los brazos en jarras, las manos enganchadas en su ancho cinturón. Habla de nuevo, haciéndome un gesto con la mano.

-Acércate, niña.

Me agacho hasta que mis ojos asustados quedan a la altura de los suyos, grises, que me miran con severidad.

-Hoy es el día en que llega Aredhel Fëfalas, el Hada Otoño, a revisar estos parajes. Para conocer cómo han madurado los frutos, cómo las hojas han cambiado de color, cómo ha crecido la población de conejos, si los topillos han construído sus toperas a tiempo. Si los árboles de las laderas, si los zumaques, si el tomillo, si las piedras del camino, están todos preparados en el cambio de estación. Si ha llegado el hombre y ha originado desperfectos... Tú, niña... Me mira despacio. Si se han elimado los que antes realizó...

Ahí le cambió el rostro. De malhumorado pasó a preocupado, un estremecimiento lo volvió casi frágil. Me mira de nuevo. El sabe que no todos los humanos son dañinos y menos aún lo son los niños. Es importante que los humanos pequeños conozcan la verdadera realidad, la que olvidan muchos cuando llegan a adultos.

...Continuará...


©Paloma

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