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domingo, 18 de mayo de 2008

La niña nube

Había una vez una niña que paseaba entre las nubes, saltaba sobre los azules blanqueados y de vez en cuando jugaba al escondite con la tormenta. El rayo amenazador apenas la asustaba porque de tanto frecuentarse se habían hecho amigos.

Los parajes que veía desde las alturas eran ensombrecedores, tan magníficos como vertiginosos. Desde allí podía ver cómo los otros niños la envidiaban. Sentados en sus sillitas de enea, miraban las acrobacias de la niña nube. Y ella sonreía.

Cuando bajaba al parque todos los niños querían jugar con ella. Su risa, su dinamismo, su gracia los enamoraba. Sobre todo a los que eran inquietos y despiertos, inconformistas y curiosos. En especial uno de ojos picarones a quien ella le pintaba de colores los pantalones.

Se quedaban ensimismados escuchando sus historias. Casi todas eran mentira. O quizás demasiado verdaderas para ser creidas. A fin de cuentas, qué más daba, seguía sonriendo ella. Encontraba satisfacción entre los ojos admirados de aquellos niños, pero era un sentimiento tan liviano como el soplo del viento en su orejita. Y sentía frío.

En esos días buscaba el silencio como arropo y el soleado rayo como compañero. Si alguien despistado osaba acercarse sin obedecer al cartel de "cerrado por reforma", se enfurruñaba como una vieja cierva herida y su sonrisa se tornaba grito, su mirada acogedora fuego y su mano templada hacha asesina. Algunos, que ya la conocían, se marchaban sin siquiera molestar. Esos eran los agradecidos, a los que ella protegía.

Con su tesón y laboriosidad recomponía su interior. Donde antes hubiera sombras pintaba flores, donde quedaban guijarros colocaba almohadones y donde encontraba espigas las mezclaba con el grano espeso de la última cosecha. Después continuaba paseando por las calles de una ciudad que tan pronto era más suya que las nubes como le resultaba extraña sin el azul algodonoso de su cielo.

Como niña delicada que era, buscaba siempre una bella flor con que adornarse el pelo. No quería presumir de poseerla, sólo quería enredar sus deditos entre los pétalos olorosos del ejemplar. Y podía llegar a confundirse tanto con su hermosura, podía inhalar tan profundo su perfume que sentía después cómo el polen de la planta brotaba por sus pupilas hasta esparcirse en el ambiente.

Luego todo volvía a su lugar. La flor a su tierra, los niños al parque, las nubes al cielo y ella siempre a medio camino entre la nada y el todo.

Había consultado a los más eminentes magos, rebuscado entre los ejemplares más nobles de las letras, incluso viajado hasta un lugar muy, muy lejano, donde un extraño monje le dio un brebaje antiguo y mohoso con brotes nuevos de soja, pelos blancos de camello y tierras de antiguas culturas. Como no podía tragarlo, le permitió beber las milagrosas aguas del rio Jordán. Y le dijo:
-Entre los pliegues del perdón está tu solución.

Una mañana la nube traviesa, las más picarona y alegre, tiró de sus enaguas hasta dejarla suspendida del firmamento. Cuando despertó intento bracear para ganar altura de nuevo pero sus bracitos estaban pegados con miel de chocolate. Entonces buscó al sol por las esquinas pero en vez de sus rayos se encontró con la burlona luna menguante que le dijo:

-Espera, espera, que anda desperezándose para venir a ayudarte.

Y la niña quedó columpiándose en la acogedora luna mientras creía esperar al sol, sin darse cuenta de que, mientras la luna se quedase con ella, no llegaría el mañana.

©Finwë Anárion

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Gracias y un beso.

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viernes, 16 de mayo de 2008

Las tres toronjas


Érase una vez un viejo rey que, como estaba preocupado por su sucesión, decidió hablar con su hijo:
-Hijo mío, tienes que casarte. No moriré tranquilo si no me das un nieto y un futuro heredero de mi trono.
El hijo le contestó:
-Pero, padre, es que no me gusta ninguna de las princesas ni hay doncella que enamore mi corazón.
-No te preocupes –le dijo el padre-, tengo una idea. Repartiré aceite a todas las mujeres del reino para que vengan hasta aquí.

De este modo, el rey consiguió que una buena cantidad de mujeres llegaran al castillo a recoger el presente y, mientras, el príncipe, desde un balcón, pudo ver si encontraba alguna de su gusto. Ninguna pareció convencerle, pero de pronto vio a una graciosa gitana que caminaba salerosa abrazada a una tinaja de aceite. La gitana, por aprovechar la ocasión, también llenó de aceite un cascarón de huevo y lo llevaba sobre la cabeza.

El príncipe, divertido, le tiró una piedrecita al cascarón y el aceite se derramó sobre la cara de la gitanilla, que masculló entre dientes:

-¡Maldigo al árbol de las tres toronjas!

El príncipe, que la escuchó, le preguntó qué quería decir con aquello y ella le explicó que cerca de allí había tres princesas encantadas en un árbol; el árbol tenía tres frutos y dentro de cada uno estaba encerrada una princesa. Por si fuera poco, un terrible león custodiaba el lugar y, para engañar a todo el que se acercara, dormía con los ojos abiertos y vigilaba con los ojos cerrados.

El príncipe no se lo pensó dos veces. Montó en un caballo y partió en busca del árbol de las tres toronjas. Cuando llegó, esperó a que el león abriera los ojos, se acercó al árbol y cogió las tres toronjas.

Una vez a salvo las partió una a una y esto fue lo que le salió: en la primera apareció una princesa bellísima con un largo traje azul que con voz suave le decía:

-Dame pan y agua, que si no me muero.

Pero el príncipe le contestó:

-Pan puedo darte, pero agua no tengo.

Y la princesa se murió.

El príncipe emprendió el camino y al rato se paró. Al abrir la segunda toronja apareció otra princesa con un largo vestido rosa que le dijo:

-Dame pan y agua, que si no me muero.

Y el príncipe contestó otra vez:

-Pan puedo darte, pero agua no tengo.

Y la segunda princesa murió.

Montó el príncipe en su caballo y buscó una fuente antes de abrir la tercera toronja. Cuando la abrió salió otra preciosa princesa con un vestido blanco que le dijo:

-Dame pan y agua, que si no me muero.

El príncipe fue a la fuente y le dio agua y sacó su pan y también se lo dio. La princesa se repuso y él le contó cómo había llegado hasta allí para salvarla. Los dos se enamoraron y decidieron casarse. Pero el príncipe decidió dejarla en la fuente mientras iba a recoger una carroza para llevarla a palacio. Ella se subió a un árbol para estar a salvo de las fieras mientras esperaba.

Poco después, una sirvienta negra se acercó a la fuente a recoger agua y, al ver el bello rostro de la princesa reflejado en el agua, dijo:

-Yo tan negra y tú tan blanca. Rompo el cántaro y me voy a mi casa.

Al rato la mandaron otra vez a por agua y le volvió a pasar lo mismo. La princesa no puedo contener la risa y la criada la descubrió subida en el árbol.

-Baja y te peinaré esos cabellos tan bonitos.

La princesa bajó y, mientras la peinaba, le fue contando que estaba esperando al príncipe que tenía que venir con una carroza. La criada, celosa de su suerte, le clavó un alfiler en la cabeza y la convirtió en paloma.


Cuando llegó el príncipe, era la sirvienta negra la que estaba en el árbol. Él no supo cómo reaccionar, pero le había dado su palabra de casarse con ella y no tuvo más remedio que cumplirla.

Cuando unos meses más tarde el rey murió, el príncipe ocupó el trono. Desde ese día, una paloma lo visitaba y se posaba en su ventana cantándole:

-¿Qué hará el rey con la reina mora? Y yo, triste de mí, por el campo sola.

El rey empezó a acariciar a la paloma hasta que dio con el alfiler que tenía clavado entre las plumas. Se lo quitó y la paloma se transformó en su querida princesa. Ella le explicó lo que le había sucedido con aquella sirvienta, que fue encerrada en las frías mazmorras del castillo. El príncipe y la princesa, ya reyes, vivieron felices y comieron perdices, a mí me dieron las patas y yo no las quise.

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