Había una vez una niña que paseaba entre las nubes, saltaba sobre los azules blanqueados y de vez en cuando jugaba al escondite con la tormenta. El rayo amenazador apenas la asustaba porque de tanto frecuentarse se habían hecho amigos.
Los parajes que veía desde las alturas eran ensombrecedores, tan magníficos como vertiginosos. Desde allí podía ver cómo los otros niños la envidiaban. Sentados en sus sillitas de enea, miraban las acrobacias de la niña nube. Y ella sonreía.
Cuando bajaba al parque todos los niños querían jugar con ella. Su risa, su dinamismo, su gracia los enamoraba. Sobre todo a los que eran inquietos y despiertos, inconformistas y curiosos. En especial uno de ojos picarones a quien ella le pintaba de colores los pantalones.
Se quedaban ensimismados escuchando sus historias. Casi todas eran mentira. O quizás demasiado verdaderas para ser creidas. A fin de cuentas, qué más daba, seguía sonriendo ella. Encontraba satisfacción entre los ojos admirados de aquellos niños, pero era un sentimiento tan liviano como el soplo del viento en su orejita. Y sentía frío.
En esos días buscaba el silencio como arropo y el soleado rayo como compañero. Si alguien despistado osaba acercarse sin obedecer al cartel de "cerrado por reforma", se enfurruñaba como una vieja cierva herida y su sonrisa se tornaba grito, su mirada acogedora fuego y su mano templada hacha asesina. Algunos, que ya la conocían, se marchaban sin siquiera molestar. Esos eran los agradecidos, a los que ella protegía.
Con su tesón y laboriosidad recomponía su interior. Donde antes hubiera sombras pintaba flores, donde quedaban guijarros colocaba almohadones y donde encontraba espigas las mezclaba con el grano espeso de la última cosecha. Después continuaba paseando por las calles de una ciudad que tan pronto era más suya que las nubes como le resultaba extraña sin el azul algodonoso de su cielo.
Como niña delicada que era, buscaba siempre una bella flor con que adornarse el pelo. No quería presumir de poseerla, sólo quería enredar sus deditos entre los pétalos olorosos del ejemplar. Y podía llegar a confundirse tanto con su hermosura, podía inhalar tan profundo su perfume que sentía después cómo el polen de la planta brotaba por sus pupilas hasta esparcirse en el ambiente.
Luego todo volvía a su lugar. La flor a su tierra, los niños al parque, las nubes al cielo y ella siempre a medio camino entre la nada y el todo.
Había consultado a los más eminentes magos, rebuscado entre los ejemplares más nobles de las letras, incluso viajado hasta un lugar muy, muy lejano, donde un extraño monje le dio un brebaje antiguo y mohoso con brotes nuevos de soja, pelos blancos de camello y tierras de antiguas culturas. Como no podía tragarlo, le permitió beber las milagrosas aguas del rio Jordán. Y le dijo:
-Entre los pliegues del perdón está tu solución.
Una mañana la nube traviesa, las más picarona y alegre, tiró de sus enaguas hasta dejarla suspendida del firmamento. Cuando despertó intento bracear para ganar altura de nuevo pero sus bracitos estaban pegados con miel de chocolate. Entonces buscó al sol por las esquinas pero en vez de sus rayos se encontró con la burlona luna menguante que le dijo:
-Espera, espera, que anda desperezándose para venir a ayudarte.
Y la niña quedó columpiándose en la acogedora luna mientras creía esperar al sol, sin darse cuenta de que, mientras la luna se quedase con ella, no llegaría el mañana.
©Finwë Anárion
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Gracias y un beso.
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