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jueves, 9 de julio de 2009

La niña y el mendigo.


En un país tan cercano que no podías tocarlo con la mano, cuentan que vivió una niña muy parecida a las demás niñas, sólo que ésta gustaba de entretenerse en narrar sus pensamientos, sus aciertos y desventuras.

Era pobre y con espíritu avispado, pues si no difícilmente hubiera sobrevivido a tanta escasez. Era valiente y prudente, pues el valor sin prudencia se convierte en temeridad y deja de ser valioso. Era pequeña como fruto de arándano, ligera y saltarina como una ardilla. De menuda presencia y gran corazón, decían quienes la conocieron.

Le gustaba rodearse de seres especiales, como ella los llamaba, y aseguran quienes compartieron algunas lunas a su lado que así era. Parecía poseer un don para no sólo atraerlos sino mantenerlos próximos a su onda energética.

Entre todos ellos los que más apreciaba era aquellos que encontraban divertimento en mudar su estado de ánimo, pues ella -que era muy alegre y de sonrisa fácil- detestaba la monotonía y el aburrimiento, de modo que todo lo que fuera capaz de sacudirla, de mantenerla despierta y viva era su mejor regalo que agradecía justamente con la misma intensidad. Nada que se mantuviera próximo a ella podría aletargarse, dormirse, aburrirse.

Una mañana soleada la niña salió al camino de la vida dispuesta a recibir con una sonrisa las sorpresas que los dioses le hubiesen preparado durante la noche. No penseís que todas las mañanas le resultaban soleadas… ¡qué va! También las había nubladas, grisáceas y hasta ciertamente oscuras, pero -como esas las olvidaba muy pronto- apenas hablaba de ellas. Asi que yo os contaré una de sus mañanas soleadas…

Como iba diciendo, la niña salió de su casa muy temprano. Saludó y agradeció en silencio a ese viento fresco que cargaba la mañana de esperanza y caminó abierta a la vida. Ligeramente absorta en sus pensamientos, casi no se percata de que un mendigo descansaba su borrachera sobre el suelo, en la esquina con la Calle Veinticuatro. Mientras se acercaba a él, el mal olor que desprendía casi la hace cambiar de acera, y sujetándose el impulso se apróximo para ofrecerle una moneda con la que tomara un café. Después continúo muy satisfecha.

Ella es así de generosa habrían juzgado el resto de viandantes si hubieran tenido tiempo de pararse a presenciar la escena, pero nadie se dio cuenta y el acto sólo tomó consistencia conforme se repitió en varias ocasiones más.

En un principio la niña también se juzgó a sí misma como generosa pero con el pasar de los días se dio cuenta de que en su interior iba naciendo un reproche oscuro hacia el mendigo, pues éste en vez de agradecimiento ofrecía exigencia por la moneda y ella -en lugar de solidaridad- le regalaba deseos de dominio. Quería obligar al mendigo, al que ya consideraba esclavo suyo, a disponer del dinero exctamente como ella hubiera hecho, es decir, aprovechándolo para salir del oscuro pozo de la mendicidad.

Aunque cada día su camino era el mismo, no era así en realidad porque sus estados de ánimo eran diferentes, sus acompañantes también eran distintos, incluso las esquinas y las sorpresas que guardaban no eran las mismas. De modo que aquel viejo mendigo un día se cansó de sus reproches y símplemente renunció a la moneda cambiando de esquina.

La niña lo echó de menos pero pensó que el muy desagradecido sólo confirmaba con su desaparición su baja calidad como persona y consoló de esta manera su corazón, gobernado por la desidia de la dominaciòn.

Habrían de pasar algunas lunas para que ella comprendiera ciertos misterios de la vida, pero la sabiduría que se haya contenida en el cuenco de la eternidad rozó un día sus manitas pequeñas y aprendió algo nuevo y que, en definitiva, era lo que ella más apreciaba.

El mendigo que llevaba ya muchos litros de vino entre sus pliegues olvidaba con rapidez las calles frecuentadas con anterioridad así que una mañana vino a sentarse de nuevo en la esquina de la Calle Veinticuatro. Cuando la niña le vio, reconoció de inmediato su olor penetrante, sin embargo ya no le nació el impulso de cambiarse de acera. Se aproximó a él y le saludó muy animada. Miró sus ojos y los sintió tan cansados que apoyando la cabeza de él en su regazo le cantó dulcemente durante unos minutos… Después recogió su hatillo y continuó caminando sonriente. No pensaba en nada, ni juzgaba nada… simplemente caminaba.

En los días sucesivos, la niña pasaba puntual por la esquina, unas veces llevaba un mendrugo de pan a su amigo que sonreía satisfecho; otras, una manta envejecida con la que cubría su cuerpo que ronroneaba de agradecimiento y, en otras ocasiones, el regalo era una mirada limpia o una tierna caricia de sonrisas. Después partía sin llevarse nada, apenas un limpio recuerdo del momento.

El mendigo que lo olvidaba todo a causa del alcohol, nunca olvidó a la niña porque con ella aprendió y a la vez enseñó que el ofrecimiento de calor para su alma no llevaba adherido el precio del cambio por su parte, ni tampoco la exigencia en su derecho de mendigo.

La niña también entendió que lo más importante es observar qué necesita el otro y dárselo sin pretender ni esperar nada.

Y es que en el camino de la vida tomos somos diferentes pero todos nos convertimos en iguales cuando intercambiamos el calor de nuestras manos, la incertidumbre de nuestras almas y el miedo de nuestros corazones.




©Finwë Anárion
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