Fotografía de ojodelanoche
Es un cerdito valiente.
Un día, como muchos otros, salió de la cochiquera para buscar bellotas por entre las encinas. Sísísí, tenía libertad para entrar y salir porque su amo y él se respetaban, se querían y confiaban el uno en el otro. La amistad más que costumbre que les unía se remontaba a los tiempos en que el joven era aún un niño y Negro, el cerdo, empezaba a ser adulto.
Como un perrillo faldero acompañaba a su amo en todas sus correrías. No se subía a los árboles porque los cerdos no poseen dicha capacidad pero esperaba paciente hociqueando en las raíces hasta que el mozo daba fin a su aventura entre las ramas y entonces corrían, corrían por la dehesa jugando a caballeros andantes que rescataban damas y conquistaban reinos. Quijote, el niño; Sancho, el Negro.
Aquel día como tantos otros salió de la cochiquera para buscar bellotas por entre las encinas, se detuvo en la puerta de la cabaña, emitió media docena de gruñidos llamando a su amigo pero éste no respondió y Negro decidió esperarle en el campo.
El sol asomaba ya por sobre los riscos y sus rayos juguetones le hacían guiños invitándole a perseguirlos. Sus cuatro cortas pero fuertes patas comenzaron un trote feliz y nuevo, lleno de vida que despierta, de fuerza de la sangre corriendo por las venas, de aire que penetra los pulmones vivificando. Así se sentía Negro. Gruñía feliz intentando atrapar el sol.
Se había convertido en un espléndido ejemplar, de cara grande y orejas caídas sobre los ojos típicas de su raza. Su cuerpo fornido, de piel negra poblada de pelo, que terminaba en una cola enrollada en espiral. Correteaba juguetón hozando aquí y allá, cuando de pronto unos gritos le sobresaltaron. Se paró en seco, aquella voz le resultaba familiar. Por supuesto, era su amo Nicolás que gritaba apurado, parecía en peligro.
Sin perder un instante, sin dudarlo, salió Negro disparado dirigiéndose hacia la voz y al cabo de poco encontró a su dueño encaramado a un árbol mientras en su base un oso salvaje y hambriento intentando alcanzarle.
Negro supo muy bien lo que tenía que hacer. Arañó con fuerza la tierra, hincando sus pezuñas, y gruñendo feroz embistió. Se enzarzaron en una lucha brutal, uno por el alimento, otro por el amigo. La lucha era desigual por el tamaño del oso pues su envergadura duplicaba la de Negro. Sus garras y dientes se clavaban en el cuerpo del cerdo infiriéndole graves heridas pero éste sólo pensaba en alejar de allí a aquel monstruo así que mordía con fiereza las patas del oso.
El niño, que contemplaba la escena que se desarrollaba a sus pies, lloraba diciendo: "¡Ay, Negro, mi Negro, que te va a matar!" Y a Negro ese llanto le daba más ánimo para seguir hundiendo sus dientes en las carnes del enemigo. Por fin, un mordisco se dirigió a la cabeza del cerdo. Tan fuerte fue que le abrió la carne dejando el cráneo al descubierto y le arrancó una oreja pero Negro no sentía dolor alguno, sólo pensaba en defender a Nicolás. Gruñían con rabia ambos contendientes mientras, con un palo, azuzaba Nicolás al oso dándole fuertes golpes.
El oso, agobiado por el ataque a dos bandas, con las patas en carne viva y con la oreja de Negro bien agarrada entre sus fauces, se dio por satisfecho y prefirió huir. Le costó deshacerse de los dientes de Negro pero finalmente corrió, también ensangrentado, hacia su guarida.
Entonces Negro se desplomó. La pelea le había ocasionado grandes estragos en el cuerpo. Herido de gravedad, ya no se sostenía. Bajó Nicolás del árbol llorando por su Negro. Lo abrazó con fuerza tapando con sus manos las heridas para que la vida no se le escapara pero así nada podía hacer, debía traer al veterinario. Se despidió de Negro. "Ya vuelvo, Negro. Vuelvo con ayuda. Aguanta, por favor" y, diciendo esto, marchó velozmente hacia el pueblo.
¿Sabéis cómo termina la historia? Pues Negro, a pesar de lo malherido, pudo curarse. Estuvo vendado y de reposo mucho tiempo en casa de Nicolás hasta que sus heridas cicatrizaron y recuperó la fuerza. La amistad y la adoración entre ellos se volvió infinita. Amor, agradecimiento, dedicación, cariño, juegos... todo eso compartían Negro y Nicolás.
Sólo una cosa no puedo recuperar Negro, su oreja izquierda, la que le arrancó el oso. La gente se le quedaba mirando cuando Nicolás lo sacaba de paseo por el pueblo. "Un cerdo con una sola oreja", decían, pero, cuando conocían la historia de la fidelidad de Negro y cómo defendió a Nicolás ante el ataque de un oso, le abrazaban y le llamaban "héroe". Entonces ellos se miraban, entendiéndose sin palabras, felices.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
©Paloma
©Paloma
PD: Por tantos cuentos, ojitodelanoche.