El mago, que no era mago por casualidad sino por su elevada sabiduría, hacía días que percibía el halo protector de la niña. Sabía que Casilda, la vieja bruja, andaba cerca. Ella era la artificiera de tanto brillo. No se sentía inquieto, la conocía muy bien y sabía que no haría nada que pudiera herir a la niña.
La vida del bosque, a veces, es monótona, lenta, sin más colorido que el que brota de los calderos que bullen en las oscuras estancias de la cueva. Cuando la monotonía se instala mata con su tibieza los dulces trinos de los pájaros, la frescura del rocío y hasta los dedos de las manos quedan entumecidos, insensibles para acariciar la aspereza de las virutas del roble, la suavidad del musgo acuoso que crece a la sombra del espino albar, la esponjosidad de las entrañas cálidas del lagarto verde. Porque, cuando el corazón no consigue expresar, se enfurruña y encoge adormeciéndose hasta quedarse tan, tan quieto, que hasta la más sencilla pócima se convierte en una lata de fustración.
Casilda y él se habían conocido hacía ya muchas décadas, él apenas era un pupilo a medio despertar. Ella supo enseñarle las mágicas artes del conocimiento. Le regaló un libro durante su primer encuentro, que encerraba toda la sabiduría. Pero era un libro muy emblemático, un libro muy, muy viejo, lleno de costrones y manchas, arrugado y amarillento, algo deshojado y hasta maloliente. No le prestó mucha atención, su ignorancia le hizo atrevido en el juicio que estableció cuando lo recibió. Menos mal que no pronunció palabra, porque tiempo despues comprendió su valía.
Ella frecuentó su vida durante el tiempo necesario como para enseñarle los primeros capítulos, luego conservó con él una amistad distante que ambos apreciaban. Entre las letras del libro, que contaba una historia distinta en cada capítulo, se encontraban los misterios más profundos de la vida.
El primero, "encuentros entre las rocas", hacía referencia al primer precepto: la humildad. Decía, para quien supiera leer entre sus letras, la inmensa gracia de los hombres es aire si no va agarrada de la mano de la humildad, esa que nos hace comprender que entre los movimientos estelares caprichosos, lúdicos y siempre coherentes, unas veces nos coloca arriba al tiempo que nos deja abajo. Son estos movimientos en perfecta armonía los que nos hacen vibrar entre las cuerdas de la lucidez mientras las de la locura se estan tensando para nosotros, los mismos movimientos que nos bañan en la acidez para que después podamos saborear la dulzura, ofreciéndonos con este antagonismo el conocimiento. Él nos llevará de modo suave a comprender que la miseria del vecino será dentro de un rato miseria nuestra y que mientras no podamos amarla en ellos no podremos amarla en nosotros. Sólo alcanzaremos a amarla cuando comprendamos ese antagonismo que deja a la miseria y la riqueza en una misma coordenada. Siendo humildes, continúa diciendo el libro, podemos aceptarnos en nuestras debilidades comprendiendo así las de nuestros hermanos. Y la aceptación, que no era prima del enjuiciamiento ni tampoco de la soberbia, pasaba a ser el segundo capítulo. Así poco a poco se iban nombrando los distintos pilares del conocimiento.
El libro, aún siendo muy valioso en sí mismo, estaba muerto si ningún ser conseguía penetrar en su profundidad y mostrar al mundo, por medio de la acción, su riqueza. Porque lo que la bruja Casilda le regaló al mago no fue el libro sino el poder de convertirse en sabio, ganando en humildad, en aceptación. De modo que aprendió a ganar y perder a un tiempo, a subir y bajar a la vez, a brillar y oscurecer con la misma fluidez, a llorar y reir con la misma alegría. Ahora el mago llevaba mucho tiempo enseñando su magia a quien con el corazón limpio quería recibirla.
Hacía varios días que la niña no subía al monte, a veces la sentía merodear por los alrededores, tan ensimismada y ciega que prefería permanecer oculto para no asustarla. Pero él sabía que pronto volvería, después de sus escapadas siempre retornaba, más serena, calmada e incluso brillante que antes de su huida. Ella era así de extraña, tan extraña como él mismo. Tenía ciertas dotes que la hacían merecedora de ser la portadora de la sabiduría, la dueña de la llave mágica. Él que no reconocía propiedades se la iba entregando poco a poco, aligerándola en peso para que su pequeño porte no se viera desequilibrado. Mientras, Casilda, algo celosa, vigilaba sus pasos.
Esta mañana el mago andaba algo despistado, echaba de menos a la niña y su pequeña inquietud le hacía equivocarse constantemente. Primero fue el toc-toc del pájaro carpintero quien le hizo creer que eran sus deditos que lo llamaban. Después el sonido del colibrí le recordó el silbido de ella y salió apresurado a la puerta. Cuando ya algo cansado se disponía a comer unas hierbas aderezadas muy preciadas, la presencia liviana de ella casi logra asustarle. La niña ríe y ríe con las palabras de él, se siente tan hermosa cuando se reconoce entre sus palabras, cuando descubre que la echa en falta, cuando sin decirlo ella comprende que la quiere. El mago con toda su grandeza conserva toda la sencillez y eso a la niña la enamora, la encadena a sus alrededores.
Ha subido para llevarle un presente muy sabroso. El pastel de manzana estaba muy dulce, jugoso y apetecible. Compartirlo con él, observando el brillo de sus ojos entre su glotonería, la divierte.
El mago aún no le ha nombrado el libro mágico, es un secreto, y ella tampoco le ha contado su encuentro con Casilda, también es un secreto. Pero en cada encuentro con parábolas y cuentos él le va contando sus conocimientos, mientras ella, amorosa, calla y comprende los misterios de la vida.
©Finwë Anárion
.
.
Otro beso y mi ternura.
.
0 susurros:
Publicar un comentario